André Bretón
Manifiestos
del surrealismo
Traducción, prólogo y notas
de Aldo Pellegrini
EDITORIAL ARGONAUTA
EDITORIAL ARGONAUTA
dirigida por Mario Pellegrini
PRÓLOGO
Título del original en francés: «Manifestes du surréalisme»
Traducción, prólogo y notas: Aldo Pellegrini
Segunda edición: julio 2001 , Buenos Aires
Ilustración portada: Man Ray, «Objeto de destrucción», 1932
©1992 y 2001 Société Nouvelle des Éditions Pauvert, París
©1992 y 2001 para todos los países de habla castellana:
Editorial Argonauta, Buenos Aires
ISBN: 950.9282.24.3
Queda hecho el depósito de ley 1 1 723
Impreso en la Argentina. Printed in Argentine
Después de más de cuarenta años de la publicación del
Primer manifiesto del surrealismo aparece por primera
vez en español la serie de manifiestos surrealistas que
constituyen la clave de un movimiento artístico e ideo-
lógico de importancia excepcional. La presente traduc-
ción de los dos primeros manifiestos fue realizada hace
más de treinta años, y fracasó siempre en las distintas
tentativas de publicación. Relacionado este hecho con
la casi monstruosa cantidad de imbecilidades que se tra-
ducen y publican, revela la calidad altamente subversiva
de un texto que figura entre las expresiones fundamentales
de este siglo. Y también porque este texto, esencialmente
disconformista, da justamente en la llaga del conformismo
y la domesticidad, cualquiera que sea su color o su posi-
ción, tanto de derecha como de izquierda.
La calidad subversiva de las ideas de Bretón se con-
centra en una lucha contra las convenciones, en la que
* Este prólogo Jue escrito por Aldo Pellegrini para la
primera edición en castellano de «Los manifiestos del
surrealismo», publicada originalmente en Buenos Aires
por Ediciones Nueva Visión, 1965. (Nota del Editor)
) 7 (
PROLOGO
parte de la idea madre de que el hombre que comienza
a vivir debe rever todos los esquemas heredados. Y en
esta lucha actúa con la clarividencia de un profeta, pero
un profeta cuya grandeza se hace mayor porque es
esencialmente humano, con todas las debilidades del
hombre, con toda la pasión, hasta con los errores, que
por otra parte siempre está dispuesto a rectificar.
Las contradicciones forman la esencia misma del
pensamiento de Bretón, constituyen su dialéctica del
pensar, y ellas lo hacen particularmente vivo; pero nada
en estas contradicciones es gratuito; todas confluyen en
una última coherencia; todas concurren a darle su sen-
tido definitivo. Los tres manifiestos que aparecen en
este volumen tiene una significación distinta. El primero
es expositivo, en él se presentan los principios del su-
rrealismo y se revela una particular técnica poética,
mejor dicho una técnica general para la creación, la
interpretación de la vida y la utilización de los verdade-
ros instrumentos del conocimiento. El Segundo mani-
fiesto plantea la importancia del surrealismo como
concepción étiéa, y es en gran parte polémico. Quizás
esa polémica peque por demasiado violenta, y quizás
haya en ella un exceso de interpretaciones de hechos
ocasionales que el tiempo ha demostrado erróneas,
pero de todos modos es el documento de un estado de
espíritu, de un modo apasionado y viviente de ser testigo
del mundo y de lo que en él acontece. Este modo de vivir
con pasión lúcida es el lema de un hombre que todo lo
ha sacrificado a esa pasión y a esa lucidez. Los Prolegó-
menos a un tercer manifiesto significan finalmente un
balance del surrealismo en sí, y del surrealismo en su
confrontación con el estado de la sociedad actual.
De la lectura de los manifiestos surge claramente que
el surrealismo no es simplemente una escuela literaria
) 8 (
o artística; representa ante todo una concepción del
mundo. En esa concepción son los valores vitales del
hombre los que se jerarquizan en más alto grado, y entre
éstos, la imaginación, con sus resultantes, la acción
creadora y el amor. Todos estos valores sólo pueden
realizarse cuando el hombre goza de la plenitud de su
libertad.
En el desarrollo de estos textos se encadenan diver-
sas ideas fundamentales de tipo general, bina de ellas es
la desconfianza en los sistemas cuando se toman como
objetivo y no como instrumento. En este sentido nunca
se señalará lo bastante la lucidez con que, en los Prole-
gómenos a un tercer manifiesto , muestra el destino de
toda gran ideología o sistema que resulta fatalmente
corrompida y desfiguráda por los epígonos.
Para el hombre que busca realizarse, es fundamental
una conciencia ética. La lucha por la afirmación de una
ética es para Bretón un objetivo torturante. A través de
ese objetivo se explican las denuncias, las exclusiones,
las excomuniones. Y también los aparentes errores. ¿En
cuántos militantes surrealistas depositó Bretón su con-
fianza que tuvo luego que retirar? ¿A cuántos quitó su
confianza que tuvo que rectificar? Así, por ejemplo,
Georges Bataille es un sórdido fecalómano en el Segun-
do manifiesto, mientras en los Prolegómenos al tercero
es “uno de los espíritus más lúcidos y audaces de nuestro
tiempo”. Esas contradicciones resultarían inexplicables
si no se advierte que los juicios de Bretón no están
dirigidos contra las personas sino contra las conductas.
Esta despersonalización del juicio constituye el funda-
mento de toda verdadera moralidad. Mientras una per-
sona está adherida a una conducta incriminable, desde
el punto de vista moral de Bretón, esa persona resulta
acusada y atacada con todas las armas; cuando la con-
) ^ (
PROLOGO
ducta de dicha persona deja de ser incriminable, el
juicio de Bretón cambia. Bretón se revela así como
moralista, uno de los más importantes de este siglo. Pero
como debe serlo todo verdadero moralista, lo es en la
medida en que se preocupa por el destino del hombre.
La honda preocupación por el destino del hombre
surge muy claramente de la lectura de los manifiestos.
La prédica de Bretón en pro de una vida más alta, en la
que la dignidad del hombre sea respetada y contempla-
da en toda su extensión, es paralela a su violenta conde-
nación de un mundo actual sumido en la indignidad y
encerrado por la “nfuralla del dinero salpicada de se-
sos”. Pero también su condenación se extiende a quie-
nes, pretendiendo luchar contra la tiranía del dinero,
permanecen aferrados a los mismos esquemas rígidos y
falsos del pasado, esquemas que coartan la libertad en
sus dos ramas esenciales para la realización del hombre:
la libertad de crear, la libertad de amar.
El hombre que se realiza en su integridad, norte del
surrealismo, se opone al hombre frustrado que nos
ofrecen las sociedades actuales de cualquier tipo. De la
materia de ese hombre frustrado se fabrican los tiranos,
los lacayos, los rufianes, los falsos profetas, y toda la
cohorte de la sordidez expandida por el mundo.
El amor de Bretón por el hombre no es una cosa
abstracta o bobalicona, del tipo de las sociedades de
beneficencia (que en el fondo no significan más que una
exaltación de la indignidad y un consecutivo desprecio
por el hombre), sino un amor concreto lanzado a la
lucha activa contra los males que mantienen al hombre
sumido en la mentira y la abyección, esas dominantes
que subyacen al esquema moral de nuestra sociedad.
Pero lo que considero fundamental en el surrealismo es
su fuego graneado dirigido contra la imbecilidad, la
sucia, perversa y siniestra imbecilidad, que tan fácil-
mente se adueña del poder, y maneja a los hombres y a
las conciencias.
El estilo de estos manifiestos no es el habitual en las
llamadas obras de pensamiento. Es un estilo apasiona-
do, violento, de frases incisivas, arrebatadas, de ritmo
cambiante, a ratos sereno, a ratos agitado por una ex-
traña vitalidad. Bretón utiliza en ellos el instrumento de
la revelación poética; el instrumento y el lenguaje. Sólo
la poesía tiene ese carácter estremecedor que la hace
difícilmente soportable por las conciencias intranqui-
las. Bretón es fundamentalmente un poeta, y al poeta
corresponde ese grado de lucidez irrenunciable que
todo lo cuestiona, ese tono de acusación que no se
detiene ante nada.
Para tener idea de las dificultades que ofrece la
traducción de un estilo tan nuevo y personal puede
servir de pauta la respuesta del mismo Bretón a quienes
en Francia criticaron su lenguaje: en el Discurso sobre
la poca realidad dice: “Que tengan cuidado, conozco el
significado de todas mis palabras y cumplo naturalmen-
te con la sintaxis (la sintaxis que no es una disciplina,
como creen algunos tontos)”. Esta frase es totalmente
esclarecedora: la sintaxis de Bretón es de una gran
agilidad, sin llegar a romper nunca la esencial estructura
del idioma. Muy por el contrario, aprovecha al máximo
las posibilidades de expresión que le ofrece el lenguaje
vivo, estirando quizá estas posibilidades hasta el extre-
mo límite. Un mecanismo tan libre y controlado a la vez
confiere a su prosa una increíble ondulación que se
propaga a través de larguísimos párrafos, agitados por
un borboteo de hervor, difícilmente alcanzable por la
palabra. En una versión puramente literal, todas estas
) 1 0 (
) 1 1 (
virtudes — al tropezar con la estructura de un idioma
distinto — pueden convertirse en incoherencia y cojera.
La difícil misión de un traductor consiste en mantener
el equilibrio entre la posibilidad de trasladar su estilo y
la claridad en verter sus ideas.
Los males denunciados por el surrealismo hace cua-
renta años no sólo persisten sino que se han acentuado.
Por eso, hoy más que nunca, los manifiestos surrealistas
conservan su candente vigencia. Un profundo resque-
brajamiento aflije a la sociedad contemporánea en to-
dos sus planos. Sus* esquemas aparecen falsos y sin
validez para quien contempla los acontecimientos con
el mínimo de objetividad. Los jóvenes lo sienten honda-
mente, y una sorda rebelión, que toma los más diversos
caracteres, bulle en ellos. Para los jóvenes, que todavía
son puros, el mensaje de Bretón está especialmente
destinado.
Primer manifiesto
del surrealismo
( 1924 )
Aldo Pellegrini
Buenos Aires, mayo de 1965
Prefacio a la reedición (1929) del Primer manifiesto
Lo previsible era que este libro cambiara y — en cuanto
comprometía la existencia terrestre recargándola de todo
lo que admite dentro y fuera de los límites que la costum-
bre le asignan — que su suerte dependiera estrechamente
de la mía propia, consistente, por ejemplo, en haber y no
haber escrito libros . Los que se me atribuyen no me
parece que ejerzan sobre mí una acción más decisiva que
muchos otros, y, sin duda, ya no tengo de ellos la com-
prensión total que correspondería. Cualquiera que sea el
debate a que haya ¿lado lugar el “Manifiesto del surrea-
lismo” desde 1924 hasta 1929, sin compromiso valedero
ni en favor ni en contra, es evidente que, al margen de ese
debate, la aventura humana continuó desarrollándose,
con el mínimo de probabilidades, casi simultáneamente
en todos los frentes según los caprichos de la imaginación
que fabrica por sí sola las cosas reales. La autorización
para reeiiitar la obra de uno mismo como si fuera la de
alguien que se ha leído por encima, equivale al “recono-
cimiento ” no digo de un hijo, del que uno se ha asegurado
previamente que tuviera rasgos bastante agradables y
una constitución bastante robusta, sino de algo que,
habiendo existido, con el fervor que se quiera suponer, ya
) 1 5 (
r r t m t K MANIFIESTO
no puede existir más. Lo único que me queda por hacer
es condenarme por no haber sido siempre profeta en todo.
Sigue teniendo actualidad la famosa pregunta dirigida
porArthur Cr avari 1 “con tono muy cascado y veterano”,
a André Gide: “Señor Gide, ¿en qué punto estamos con
el tiempo? — Las seis menos cuarto”, respondió este
último sin advertirla malicia. ¡Ah! Es preciso confesarlo:
estamos mal, muy mal con el tiempo.
Aquíy en cualquier parte la confesión y la retractación
se mezclan. No comprendo por qué ni cómo vivo, cómo
es que todavía vivo, y con mayor motivo, qué es lo que yo
vivo. Si queda algo de un sistema como el surrealismo,
que hago mío y al que me acomodo lentamente, si que-
dara sólo con qué enterrarme, de todos modos nunca
habrá habido con qué hacer de mí lo que yo quise ser, a
pesar de la complacencia que tengo para mí mismo.
Complacencia relativa, en función de la que se puede
tener hacia mi yo (ono-yo, no sé bien). Y, con todo, vivo,
y hasta descubrí que amaba la vida.
Cuando a veces se me presentaban razones para ter-
minar con ella, me sorprendía a mí mismo admirando un
trozo cualquiera de parquet que me parecía de seda, una
seda con la belleza del agua. Me gustaba ese lúcido dolor,
como si entonces todo el drama universal pasara a través
de mí, como si de pronto yo valiera la pena. Pero me
gustaba al resplandor ~7<ómo explicarme — de cosas
nuevas, que nunca había visto brillar de semejante ma-
nera. Gracias a ello comprendí que, a pesar de todo, la
vida estaba dada, que una fuerza independiente de la de
expresar y de hacerse comprender espiritualmente presi-
día, en lo que concierne a un hombre que vive, las reac-
ciones de un interés inestimable cuyo secreto desaparece-
rá con él. Este secreto no me ha sido revelado, y en lo que
a mí respecta, su reconocimiento no invalida en nada mi
) 1 6 (
declarada ineptitud para la meditación religiosa. Creo
solamente que entre mi pensamiento, tal como se des-
prende de lo que ha podido leerse firmado por mí, y yo
mismo, a quien la verdadera naturaleza de mi pensa-
miento enrola en algo que todavía ignoro, hay un mundo,
un mundo irrevocable de fantasmas, de hipótesis que se
realizan, de apuestas perdidas y de mentiras, cosas todas
que, tras un rápido examen, me disuaden de aportar la
más mínima correción a esta obra. Para hacerlo sería
necesaria toda la vanidad del espíritu científico, toda esa
ingenua necesidad de tomar distancia que nos valen las
ásperas consideraciones de la historia. Una vez más, fiel
a la voluntad, que reconozco en mí, de pasar de largo ante
cualquier especie de obstáculo sentimental, no me demo-
raré en juzgar a aquellos de mis primeros camaradas que
se atemorizaron y dieron marcha atrás, ni me dedicaré a
la inútil sustitución de nombres que podrían hacer que
este libro pasara por estar al día. Limitándome a recor-
dar solamente que los dones más preciados del espíritu
no resisten la pérdida de una parcela de honor, no haré
sino afirmar mi confianza inquebrantable en el principio
de una actividad que nunca me ha decepcionado, y que
a mi juicio merece que se consagren a ella más genero-
samente, más absolutamente, más locamente que nunca.
Y esto porque ella sola es la que dispensa, aunque sea a
largos intervalos, los rayos transfiguradores de una gracia
que persisto en oponer totalmente a la gracia divina.
) l 7 (
I
PRIMER MANIFIESTO
Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más
precario — me refiero a la vida real — , que finalmente
esa fe se pierde. El hombre, soñador impenitente, cada
día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosa-
mente alrededor de los objetos que se ha visto obligado
a usar, y que le han proporcionado su indolencia o su
esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que se ha resigna-
do a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar
su suerte (¡lo que él llama su suerte!). Una gran modes-
tia constituye actualmente su patrimonio: sabe cuáles
son las mujeres que ha poseído y en qué ridiculas aven-
turas se ha enredado; tanto su fortuna como su pobreza
le son indiferentes —pareciéndose en esto a un niño
recién nacido — , y en cuanto a la aprobación de su
conciencia moral, admito que prescinde de ella sin gran
esfuerzo. Si conserva cierta lucidez no le queda sino
volverse para mirar atrás, hacia su propia infancia que,
por mutilada que haya sido gracias a los cuidados de sus
domadores, no por eso deja de parecerle llena de en-
cantos. En ella, la carencia de cualquier rigor conocido
le otorga la perspectiva de vivir varias vidas simultáneas;
se arraiga en esta ilusión y sólo quiere saber de la
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) 1 9 (
W'H HHi- «fó* • H'* \ ' 1 h J 'Mr
PRIMER MANIFIESTO
facilidad instantánea y extrema de todas las cosas. Cada
mañana los niños parten sin preocupación. Todo está
cerca, las peores condiciones materiales resultan mara-
villosas. Los bosques son blancos o negros, no se dormi-
rá jamás.
Aunque es cierto que no se puede llegar tan lejos, no
depende esto sólo de la distancia. Las amenazas se
acumulan y uno cede, uno abandona parte del terreno
a conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía
límites, ahora sólo se la dejan utilizar subordinada a las
leyes de una utilidad arbitraria; incapaz ella de asumir
por mucho tiempo empleo tan inferior, generalmente
prefiere, cuando el hombre cumple veinte años, aban-
donarlo a su destino sin luz.
Cuando, con el andar del tiempo, el hombre — que nota
la pérdida progresiva de todas las razones de vivir y la
incapacidad en que se encuentra ya de colocarse a la altura
de cualquier situación excepcional, el amor por ejemplo — ,
quiera intentar una reacción, ya no podrá tener éxito.
Pertenecerá en adelante, en cuerpo y alma, a una imperio-
sa necesidad práctica que no admite postergaciones. Fal-
tará a sus gestos amplitud, y a sus ideas, envergadura. De
todo lo que le ocurra o pueda ocurrirle, sólo tomará en
cuenta lo que relacione este acontecimiento con una mul-
titud de acontecimientos análogos en los que no ha tomado
parte: acontecimientos fallidos. Yo diría que juzgará ese
acontecimiento relacionándolo con uno de aquellos que,
por sus consecuencias, resulte más tranquilizador que los
otros. Bajo ningún pretexto verá en él su salvación.
Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que
no perdonas.
Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad.
La creo capaz de mantener indefinidamente el viejo
) 2 0 (
fanatismo humano. Responde, sin lugar a dudas, a mi
única aspiración legítima. Entre tantos infortunios que
heredamos hay que reconocer que también nos han
dejado la máxima libertad espiritual. Depende de noso-
tros no hacer de ella un uso equivocado. Reducir la
imaginación a la esclavitud, aun cuando sea en provecho
de lo que se llama groseramente felicidad, significa
alejarse de todo lo que, en lo más hondo de uno mismo,
existe de justicia suprema. La imaginación sola me in-
forma sobre lo que puede ser, y esto ya es suficiente para
atenuar algo la terrible prohibición, y quizá también
para que yo me abandone a ella sin temor de engañarme
(como si hubiera posibilidad de engañarse más aún).
¿Dónde la imaginación comienza a hacerse peligrosa y
dónde cesa la seguridad del espíritu? Para el espíritu, la
posibilidad de errar ¿no constituirá quizás la contingen-
cia del bien?
Queda la locura, “la locura que se encierra”, como
se dice con acierto. Ésa o la otra... Todos saben, en
efecto, que los locos sólo deben su internación a una
pequeña cantidad de actos reprimidos por las leyes y
que, a no mediar tales actos, su libertad (por lo menos
lo visible de su libertad) no estaría enjuego. Me inclino
a creer que tales seres son víctimas en alguna forma de
su imaginación que los impulsa a la inobservancia de
ciertas reglas, al rebasar las cuales el género humano se
siente amenazado, hecho que todos hemos pagado con
nuestra experiencia. Pero la profunda despreocupación
que demuestran hacia las críticas que se les dirigen, y
aun hacia los diversos correctivos que se les infligen,
permite suponer que ellos obtienen tan elevado confor-
tamiento de su imaginación y gozan tanto con su delirio
que no pueden admitir que sólo sea válido para ellos.
Por esta razón, las alucinaciones, las ilusiones, etc., no
) 2 1 (
PRIMER MANIFIESTO
constituyen fuentes de goce despreciables. La sensuali-
dad mejor dispuesta saca de allí su provecho; y yo sé que
muchas noches retendría esa linda mano que en las
últimas páginas de La Inteligencia de Taine se dedica a
curiosos estragos. Me pasaría la vida provocando las
confidencias de los locos. Son sujetos de escrupulosa
honradez, y su inocencia sólo es igualada por la mía. Fue
necesario que Colón zarpara en compañía de locos para
que se descubriese a América. Y ved cómo esa locura
ha ido tomando cuerpo y ha perdurado.
" o o o
No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue
a poner a media asta la bandera de la imaginación.
Es indispensable instruir el proceso contra la actitud
realista, que debe seguir al proceso contra la actitud
materialista; esta última, más poética que la anterior,
implica indudablemente la existencia de un orgullo
monstruoso en el hombre, pero de ningún modo una
nueva y más completa decadencia. Conviene ver en ella,
ante todo, una feliz reacción contra algunas tendencias
irrisorias del esplritualismo. Después de todo, dicha
posición no es incompatible con cierta elevación de
pensamiento.
La actitud realista, por el contrario, inspirada en el
positivismo desde Santo Tomás a Anatole France, se me
revela con un aspecto hostil hacia todo vuelo intelectual
y ético. Me causa repulsión porque está constituida por
una mezcla de mediocridad, odio y chata suficiencia. En
la actualidad es ella la que inspira esa multitud de libros
ridículos, de obras insultantes. Gracias al periodismo,
su poder se acrecienta de modo incesante, y así mantie-
ne en jaque a la ciencia y al arte, preocupándose por
) 2 2 (
halagar a la opinión pública en sus más bajos apetitos:
una claridad que linda con la estulticia, una vida de
perros. De este modo se reciente la actividad de los
mejores espíritus, y sobre ellos, igual que sobre los otros,
triunfa la ley del menor esfuerzo. Una graciosa conse-
cuencia de esta situación es, en literatura por ejemplo,
la abundancia de novelas. Todos concurren con su mi-
núscula “observación”. Ante la urgencia de depurar,
Valéry proponía recientemente reunir en una antología
la mayor cantidad posible de comienzos de novela, de
cuya insensatez esperaba excelentes resultados. Se hu-
biera hecho contribuir a los más famosos autores. Se-
mejante proyecto honra a Paul Valéry, quien, tiempo
antes, refiriéndose a la novela, me aseguraba que él se
negaría siempre a escribir “La marquesa salió a las
cinco”. Pero, ¿ha cumplido su palabra?
Si el estilo pura y simplemente informativo, del que
la frase mencionada es un ejemplo, domina exclusiva-
mente a las novelas, débese —hay que reconocerlo— a
que la ambición de los autores no va muy lejos. El
carácter circunstancial, inútilmente minucioso, de todas
sus anotaciones, me induce a pensar si no se estarán
divirtiendo a costa mía. No me perdonan ninguno de los
titubeos del personaje: “¿será rubio?, ¿cómo se llama-
rá?, ¿lo buscaremos en verano?” Problemas todos que
finalmente se resuelven a la buena de Dios. No me dejan
más alternativa que cerrar el libro, lo que me apresuro
a hacer casi desde la primera página, i Y en cuanto a las
descripciones! Nada puede comparárseles en vacuidad;
son meras ilustraciones de catálogo yuxtapuestas, que
el autor utiliza cada vez con mayor desenfado, aprove-
chando cualquier oportunidad para deslizarme sus tar-
jetas postales y obligarme a concordar con él sobre
lugares comunes, tales como:
) 2 3 (
PRIMER MANIFIESTO
“La piecita en la que fue introducido el joven estaba
tapizada con papel amarillo; había geranios y cortinas de
muselina en las ventanas; el sol poniente derramaba
sobre estas cosas una luz cruda. La habitación no conte-
nía nada de particular. Los muebles, de madera amarilla,
eran muy viejos. Un diván con un gran respaldo vuelto
del revés, una mesa oval frente al diván, una cómoda y
un espejo adosado al entrepaño, sillas a lo largo de las
paredes, dos o tres grabados sin valor que representan
damiselas alemanas con pájaros en las manos; a esto se
reducía el moblaje” *.
No tengo humor para admitir que tales asuntos pue-
dan plantearse al espíritu, ni siquiera de modo pasajero.
Habrá quien sostenga que esta composición escolar está
en el sitio que le corresponde, y que justamente en ese
sitio del libro el autor tuvo sus motivos para abrumarme
con ella. Con todo, ha perdido el tiempo, porque no
pienso poner los pies en su habitación. La pereza, la
fatiga de los otros no me entretienen. Tengo una idea
demasiado inestable de la continuidad de la vida para
dar a los momentos de debilidad y depresión el valor de
mis mejores minutos. Pretendo que se callen cuando
han dejado de experimentar sentimientos. Y entiéndase
claramente que yo no recrimino la falta de originalidad
en sí. Afirmo solamente que no convierto en situaciones
los momentos nulos de mi vida, y que puede resultar
indigno de todo hombre el cristalizar tales momentos.
Permitidme, pues, que pase por alto la citada descrip-
ción de un aposento, junto con tantas otras.
¡Atención! Estoy en plena psicología, asunto que no
conviene tratar en broma.
* Dostoievsky: Crimen y castigo.
Nuestro autor se entusiasma con un carácter dado, y
entonces lo hace peregrinar, convertido en héroe, por
el mundo. Pase lo que pase, este héroe, cuyas acciones
y reacciones están admirablemente calculadas, debe
preocuparse por no defraudar —aunque aparente a
cada rato estar a punto de hacerlo — las previsiones de
las que es objeto. Aun cuando pareciera que la corriente
de la vida lo arrastra, lo hace rodar, lo hace caer, sólo
dependerá en última instancia de ese tipo humano com-
puesto. Simple partida de ajedrez que no me interesa en
absoluto, siendo el hombre para mí, quienquiera que
sea, un mediocre adversario. Me resultan intolerables
las mezquinas discusiones relativas a tal o cual jugada,
ya que no se trata ni de ganar ni de perder. Si el juego
no vale la candela y si la razón objetiva perjudica espan-
tosamente, como es el caso, a quien recurre a ella, ¿no
valdría más prescindir de esas categorías de pensamien-
to? “La diversidad es tan amplia como el conjunto de
tonos de voz, de modos de andar, toser, sonarse, estor-
nudar...”* Si un racimo no tiene dos granos de uva
iguales, ¿por qué queréis que os describa este grano en
vez de este otro, en vez de todos los otros, que haga de
él un grano de uva comestible? La irritante manía que
consiste en reducir lo desconocido a conocido y clasifi-
cado adormece los cerebros. El afán de analizar triunfa
sobre los sentimientos.** De este modo se logran expo-
siciones interminables, cuya fuerza persuasiva reside en
su misma singularidad, y que sólo se imponen al lector
merced a un vocabulario abstracto, bastante confuso,
por otra parte. Si las ideas generales que la filosofía se
ha propuesto debatir hasta ahora señalaran una incur-
* Pascal.
** Barres, Proust.
) 2 4 (
) 2 5 (
PRIMER MANIFIESTO
sión definitiva a más dilatados dominios, sería yo el
primero en alegrarme. Pero se trata, por el momento,
tan sólo de escarceos retóricos; hasta ahora los rasgos
de ingenio y otras buenas costumbres nos ocultan, a cual
más y mejor, el auténtico pensamiento que se busca a sí
mismo en lugar de dedicarse a jugar un solitario. Creo
que cada acto lleva su justificación en sí mismo, al menos
para quien ha sido capaz de cometerlo, y posee, además,
un poder de irradiación que el menor comentario puede
llegar a debilitar o hasta a anular completamente. Nada
gana, pues, con ser destacado de ese modo. Así, los
héroes de Stendhal se desploman por efecto de las
apreciaciones de ese autor, apreciaciones más o menos
felices, pero que no agregan nada a la gloria de los
mismos. Donde volvemos a encontrarlos es donde
Stendhal los pierde.
Todavía vivimos bajo el reinado de la lógica: justa-
mente a esto quería llegar. Pero los procedimientos
lógicos actuales se aplican únicamente a la solución de
problemas de interés secundario. El racionalismo abso-
luto, que todavía está de moda, sólo permite tomar en
cuenta los hechos que dependen, directamente de nues-
tra experiencia. Los objetivos lógicos, por el contrario,
se nos escapan, y es inútil insistir en que se le han
establecido límites a la experiencia misma. Ella da vuel-
tas en una jaula de la cual es cada vez más difícil hacerla
salir. Ella se apoya también en la utilidad inmediata y
está resguardada por el sentido común. Con el pretexto
de civilización, con el pretexto de progreso, se ha logra-
do eliminar del espíritu todo lo que podría ser tildado,
con razón o sin ella, de supersticioso, de quimérico, y se
ha proscrito todo método de investigación de la verdad
que no estuviera de acuerdo con el uso corriente. En
) 2 6 (
apariencia débese a un verdadero azar que se haya
sacado a la luz, recientemente, una parte del mundo
mental —en mi opinión la más importante— a la que
todos aparentaban quitar importancia. Hay que estar
agradecido por esto a los descubrimientos de Freud.
Confiada en dichos descubrimientos, se va formando
una corriente de opinión, con cuya ayuda cualquier
explorador de lo humano podrá hacer avanzar sus in-
vestigaciones, facilitado el camino por el hecho de no
tener que depender ya exclusivamente de las realidades
escuetas. Es posible que la imaginación esté a punto de
reconquistar sus derechos. Si las profundidades de
nuestro espíritu cobijan fuerzas sorprendentes, capaces
de acrecentar las que existen en la superficie, o de
luchar victoriosamente contra ellas, hay un justificado
interés en captarlas; en captarlas primero para some-
terlas después, si conviene, al control de la razón. Los
mismos analistas sólo obtendrán beneficios de esto.
Pero es preciso destacar que no existe ningún procedi-
miento que aparezca a priori como el más adecuado
para la prosecución de tal empresa, que debe conside-
rarse, hasta nueva orden, tanto del resorte de los poetas
como de los sabios, no dependiendo sus posibilidades
de éxito de los caminos más o menos caprichosos que
se utilicen.
o o o
Con toda justicia, Freud ha centrado su crítica sobre
el sueño. Es inadmisible, en efecto, que una parte tan
considerable de la actividad psíquica haya retenido tan
poco la atención de las gentes hasta ahora, ya que, desde
el nacimiento hasta la muerte, no presentando el pen-
samiento ninguna solución de continuidad, la suma de
) 2 7 (
PRIMER MANIFIESTO
los momentos de sueño, medidos como tiempo, y no
tomando en cuenta sino el sueño puro, en el dormir, no
es inferior a la suma de los momentos de realidad,
digamos mejor: de los momentos de vigilia. La extrema
diferencia de importancia, de seriedad, que existe para
el observador común entre los acontecimientos de la
vigilia y los del sueño, me ha sorprendido siempre. Se
debe a que el hombre, cuando cesa de dormir, se con-
vierte ante todo en juguete de su memoria. En estado
normal, ésta se complace en exponerle muy vagamente
las circunstancias del sueño, en privar a este último de
toda consecuencia actual, haciendo partir la causa de-
teiminante del punto en que se cree haberla dejado
algunas horas antes: esta esperanza sólida, aquella
preocupación. El hombre se forja así la ilusión de con-
tinuar con algo que tiene valor. Queda el sueño limitado
a un paréntesis, como la noche. Y no es mejor consejero
que ésta. Tan singular estado de cosas merece algunas
reflexiones.
l e Dentro de los límites en que se desarrolla (o
parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como
continuo y poseyendo trazas de organización. Sólo la
memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de
prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien
una serie de sueños que el sueño. De igual modo tene-
mos a cada instante, de lo real, apariencias distintas,
cuya coordinación es privativa de la voluntad.* Interesa
destacar, pues, que nada hay que nos autorice a admitir
* Es necesario tener en cuenta el espesor del sueño. En
genera], yo retengo solamente lo que me llega de las ca-
pas superficiales. Lo que más me gusta tomar en cuenta
es todo aquello que se desvanece al despertar, todo lo
que no me ha quedado del empleo de la jomada prece-
dente, follaje sombrío, ramas idiotas. De igual modo, en
la “realidad” prefiero caer.
en el sueño una mayor disipación de sus elementos
constitutivos. Lamento tener que expresarme según una
fórmula que, en principio, excluye el sueño. ¿Cuándo
habrá lógicos y filósofos durmientes? Quisiera dormir,
para poder entregarme a los que duermen, del mismo
modo que me entrego a los que me leen, con los ojos
bien abiertos; para acabar con el predominio del ritmo
consciente de mi pensamiento en este asunto. Tal vez
mi sueño de la última noche sea continuación del de la
noche anterior, y a su vez sea seguido por el de la
próxima noche, con un rigor digno de encomio. Todo es
posible , como suele decirse. Y como no está de ningún
modo probado que al suceder tal cosa, la “realidad” que
me ocupa subsista durante el sueño y no se hunda en lo
inmemorial, ¿por qué no otorgaré al sueño lo que rehú-
so a veces a la realidad, es decir, ese valor de certidum-
bre en sí misma, que, en su oportunidad, no esté
expuesto a mi repudio? ¿Por qué no he de esperar del
indicio del sueño más de lo que espero de un grado de
conciencia cada día más elevado? ¿No podría aplicarse
también el sueño a la solución de los problemas funda-
mentales de la vida? ¿Se trataría de idénticos problemas
en uno y otro caso? ¿Ya estarían planteados esos pro-
blemas en el sueño? ¿Está el sueño menos abrumado de
sanciones que todo lo restante? Yo voy envejeciendo y,
más que esta realidad a la que me creo constreñido,
quizás sea el sueño, la indiferencia en que lo tengo, lo
que me hace envejecer.
2 2 Retomo una vez más el estado de vigilia. Me veo
obligado a considerarlo un fenómeno de interferencia.
En tal condición el espíritu muestra no solamente una
extraña tendencia a la desorientación (es la historia de
los lapsus y equivocaciones de toda especie, cuyo secre-
to comienza a sernos revelado), sino que hasta en su
) 2 8 (
) 2 9 (
funcionamiento normal parece sólo obedecer a suges-
tiones procedentes de esa noche profunda con la que lo
vinculo. Por firme que parezca, el equilibrio del espíritu
es relativo. Apenas se atreve a opinar, y si lo hace, es
para limitarse a comprobar que determinada idea o
determinada mujer lo impresiona. Especificar qué clase
de impresión sea, no puede hacerlo, dando con ello tan
sólo la medida de su subjetivismo. Esa idea, esa mujer lo
perturban, inclinándolo a una menor severidad; el resulta-
do es que lo aíslan por un segundo de su disolvente y lo
depositan en el cielo, tal vez como un hermoso precipitado,
que sin duda es. No sabiendo qué hacer, invoca entonces
el azar, divinidad más oscura que las otras, a la que endosa
todos sus extravíos. ¿Quién me asegura que el ángulo bajo
el cual se presenta esa idea que lo conmueve, o lo que lo
entusiasma en los ojos de esa mujer, no sea precisamente
lo que lo une a su sueño, lo que lo encadena a datos
perdidos por su culpa? Y si no fuera así, ¿de qué cosas
sería capaz? Quisiera entregarle la llave de ese corredor.
3 e El espíritu del que sueña se satisface ampliamente
con cuanto le ocurre. El angustioso dilema de la posibi-
lidad ya no se plantea. Mata, vuela más velozmente, ama
todo lo que quieras, y si mueres, ¿no estás seguro de que
despertarás de entre los muertos? Déjate llevar; los
acontecimientos no admiten que los postergues. ¿Qué
razón, pregunto, qué razón de mayor magnitud que otra
confiere al sueño esa actitud natural y me hace acoger
sin reservas una multitud de episodios cuya singularidad
me fulminaría en el momento en que escribo? Y sin
embargo tengo que creer a mis ojos, a mis oídos: ha
llegado el hermoso día, la bestia ha hablado.
Si el despertar del hombre es más duro, si se rompe
demasiado bien el encanto, se debe a que lo han impul-
sado a forjarse una pobre idea de la expiación.
) 3 0 (
t
PRIMER MANIFIESTO
4 Q Desde el momento en que se lo someta a un
examen metódico y en que — por medios que habrán de
determinarse— se logre tener idea del sueño en su totali-
dad (lo que presupone una disciplina de la memoria que
exigirá muchas generaciones; comencemos, con todo,
por registrar ahora los hechos salientes), en que su
curva se desarrolle con regularidad y amplitud sin pre-
cedentes, se puede esperar que desaparezcan los mis-
terios que no existen para dar lugar al Gran Misterio.
Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos
estados, aparentemente tan contradictorios: el sueño y
la realidad, en una especie de realidad absoluta, de
superrealidad. A su conquista me encamino, seguro de no
lograrla, pero con la suficiente indiferencia hacia mi muer-
te como para calcular un poco el placer de tal posesión.
Se cuenta de Saint-Pol-Roux que todos los días, en
el momento de irse a dormir, hacía colocar en la puerta
de su residencia de Camaret un letrero en el que se leía:
EL POETA TRABAJA
Habría aún mucho que decir, pero he querido sólo
rozar de paso un tema que requeriría por sí solo una
exposición demasiado extensa y un rigor más estricto:
ya volveré sobre él. Aquí fue mi intención tan sólo poner
en claro el odio hacia lo maravilloso y el deseo de
ridiculizarlo que corroe a ciertos hombres. Terminemos
de una vez: lo maravilloso es siempre bello, cualquier
especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de
lo maravilloso que sea bello.
o o o
En el dominio literario, sólo lo maravilloso puede
fecundar obras tributarias de un género tan inferior
como la novela, o todo lo que participe, en líneas gene-
) 3 1 (
PRIMER MANIFIESTO
rales, de la anécdota. El Monje de Lewis 2 constituye una
prueba admirable. El soplo de lo maravilloso lo anima
por entero. Mucho antes de que el autor haya liberado
a sus personajes principales de toda coacción temporal,
se los siente dispuestos a actuar con una altivez sin
precedentes. Esa pasión por lo eterno que los mueve
presta continuamente acentos inolvidables a sus tor-
mentos y al mío. Lo considero un libro que exalta, del
principio al fin, y con pureza inigualable, aquella parte
del espíritu que aspira a abandonar la tierra; considero
también que, despojado de una parte insignificante de
su intriga novelesca, al gusto de la época, constituye un
modelo de precisión y de inocente grandeza.’ No creo
que haya nada mejor, y el personaje de Matilde, en
especial, representa la creación más emocionante que
pueda ponerse en el activo de ese modo figurado de
literatura. Más que un personaje es una tentación per-
manente. ¿Y qué puede ser un personaje si deja de ser
una tentación? Tentación extrema. El “nada es imposi-
ble para el que se atreve” logra en El Monje toda su
convincente medida. Las apariciones tienen un papel
lógico, puesto que el espíritu crítico no se apodera de
ellas para refutarlas. De modo igualmente legítimo está
tratado el castigo de Ambrosio, ya que finalmente el
espíritu crítico lo acepta como desenlace natural.
Puede parecer arbitrario que yo proponga este mo-
delo, cuando lo maravilloso ha sido el alimento constan-
te de las literaturas nórdicas y orientales, sin hacer
mención de las literaturas religiosas de todos los países.
Esto se debe a que la mayor parte de los ejemplos que
hubiese podido presentar de tales literaturas están in-
* Lo admirable en lo fantástico es que desaparece lo
fantástico: sólo existe lo real.
) 3 2(
festados de puerilidad, por la sencilla razón de que se
destinan a los niños. A éstos se les priva demasiado
pronto de lo maravilloso, y más adelante ya no conser-
van la indispensable virginidad de espíritu para sentir
un placer intenso con Piel de Asno. Por encantadores
que sean los cuentos de hadas, el hombre creería sen-
tirse disminuido si se nutriera de ellos, y convengo que
no todos son adecuados a su edad. El tejido de adora-
bles inverosimilitudes ha de ser cada vez más sutil a
medida que se avanza, y todavía estamos a la espera de
esa clase de arañas... Pero las facultades no cambian
radicalmente: el miedo, la atracción por lo insólito, las
oportunidades, el gusto por el lujo son resortes a los que
nunca se recurrirá en vano. Quedan por escribir cuentos
para adultos, cuentos que han de ser casi fábulas tam-
bién.
Lo maravilloso no es igual en todas las épocas; parti-
cipa oscuramente de una especie de revelación general
de la que sólo nos llega algún detalle: las ruinas román-
ticas, el maniquí moderno o cualquier otro símbolo
capaz de conmover la sensibilidad del hombre durante
cierto tiempo. Dentro de esos marcos que provocan una
sonrisa, siempre aparece, sin embargo, la irremediable
inquietud humana, y por eso los tomo en cuenta, juzgán-
dolos íntimamente unidos a aquellas producciones ge-
niales que están más dolorosamente afectadas por ella.
Son las horcas de Villon, las griegas de Racine, los
divanes de Baudelaire. Coinciden con un eclipse del
gusto que estoy conformado para soportar, ya que me
forjo del gusto la idea de una gran mancha. En el mal
gusto de mi época me esfuerzo por superar a todos. De
haber vivido en 1820, yo hubiese sido el de “la monja
ensangrentada” 3 ; yo no habría escatimado el cazurro y
trivial “Disimulemos” de que habla el parodista Cuisin;
) 3 3 (
PRIMER MANIFIESTO
a mí me habría correspondido recorrer en metáforas
gigantescas, como él dice, todas las fases del “Disco
plateado”. Pero hoy pienso en un castillo , una de cuyas
mitades no ha de estar forzosamente en ruinas. Ese
castillo me pertenece; lo veo en un paisaje agreste, no
lejos de París. Tiene infinitas dependencias, y los inte-
riores han sido fabulosamente restaurados, de modo
que nada quedara por desear en lo que respecta al
confort. Se detienen automóviles ante su puerta, oculta
por la sombra de los árboles. Algunos amigos míos se
encuentran instalados allí definitivamente: ahí está Luis
Aragón que sale — apenas tiene tiempo para saludar-
nos-; Philippe Soupault se levanta con las estrellas, y
Paul Eluard, nuestro gran Eluard, no ha vuelto todavía.
Robert Desnos y Roger Vitrac están en el parque des-
cifrando un antiguo edicto sobre el duelo; y Georges
Auric y Jean Paulhan; y Max Morise, que rema tan bien,
y Benjamín Péret con sus ecuaciones de pájaros; y Jo-
seph Delteil; y Jean Carrive; y Georges Limbour, y
Georges Limbour (hay toda una retahila de Georges
Limbour), y Marcel Noli; aquí está también T. Fraenkel,
que nos hace señas desde su globo cautivo, y Georges
Malkine, Antonin Artaud, Francis Gérard, Pierre Navi-
Ue, J. A. Boiffard; más allá Jacques Barón y su hermano,
apuestos y cordiales, y tantos otros, y también mujeres
arrebatadoras, os lo aseguro.
¿De qué podéis pretender que se abstengan todos
estos jóvenes? Sus deseos son órdenes para la riqueza.
Francis Picabia nos visita, y la semana pasada, en la
galería de los espejos, hemos recibido a un tal Marcel
Duchamp, a quien todavía no conocíamos. Picasso se
dedica a cazar por los contornos. El espíritu de desmo-
ralización ha instalado su sede en el castillo y nos las
tenemos que ver con él cada vez que se trata de las
relaciones con nuestros semejantes; pero las puertas
están siempre abiertas, y ya se sabe que no se comienza
por “dar las gracias” a las gentes. Por lo demás, la
soledad es amplia; no es fácil que nos encontremos a
menudo. Y a la postre, ¿no es lo esencial que seamos
nuestros propios amos y también los amos de las muje-
res y del amor?
Se me acusará de impostura poética; todos se irán
murmurando que yo vivo en la calle Fontaine y que no
beberán de esa agua . 4 iCaray! Pero ¿quién puede afir-
mar que ese castillo del que le hago los honores es mera
ilusión? ¿Y si ese palacio existiera, a pesar de todo? Allí
están mis huéspedes para atestiguarlo, llegados allí por
el sendero luminoso de sus caprichos. Cuando estamos
allí vivimos realmente según nuestra fantasía. ¿Y como
podrían molestarse unos a otros, allí, donde se está a
cubierto de la persecución sentimental y donde las oca-
siones se dan cita?
o o o
El hombre propone y dispone. Solamente de él de-
pende llegar a pertenecerse por entero, o sea, mantener
en estado anárquico las huestes cada vez más temibles
de sus deseos. Se lo enseña la poesía, que lleva en sí
misma la compensación perfecta de las miserias que
soportamos. Puede hasta convertirse en ordenadora, a
poco que bajo los efectos de una decepción menos
íntima se decida a tomarla por lo trágico. ¡Llegará el
tiempo en que ella decrete el fin del dinero y parta sola
el pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en
las plazas públicas y movimientos en los que no teníais
pensado intervenir, i Adiós las absurdas selecciones, los
sueños de abismos, las rivalidades, las largas paciencias,
L
) 3 4 (
) 3 5 (
PRIMER MANIFIESTO
la fuga de las estaciones, el orden artificial de las ideas,
la pendiente peligrosa, el tiempo para todo! Que se
tomen simplemente el trabajo de practicar la poesía.
¿No nos corresponde a nosotros, que ya estamos en ella,
intentar que prevalezca lo que consideramos nuestra
más amplia fuente de conocimiento?
No importa que haya cierta desproporción entre esta
defensa y los ejemplos que seguirán. Se trataba de re-
montarse hasta las fuentes de la imaginación poética, y
lo que es más importante, mantenerse ahí. No pretendo
haberlo logrado. Tiene que afrontar una gran responsa-
bilidad quien quiera establecerse en esas regiones apar-
tadas donde todo parece, en un comienzo, andar tan
mal, especialmente si se quiere conducir allí a algún
otro. Por otra parte, nunca se puede estar seguro de
encontrarse efectivamente allí. Para estar igualmente
mal, muchos hay que están dispuestos a detenerse en
cualquier otra parte. De todos modos ya existe una
flecha que señala la dirección de ese país; el arribo a la
verdadera meta depende ahora solamente de la fortale-
za del viajero.
o ❖ o
Se conoce, con bastante aproximación, el camino
seguido. Tuve ocasión de contar, en el desarrollo de un
estudio sobre el caso de Robert Desnos, intitulado “La
entrada de los médiums”*, de qué modo me sentí impul-
sado a “fijar la atención en algunas frases más o menos
truncas que, en estado de completa soledad y a punto
de caer vencido por el sueño, se hacen perceptibles al
espíritu, sin que sea posible descubrir en ellas ninguna
* Ver Les Pas Perdus, N. R. F.
) 3 6 (
determinación preliminar”. Por entonces abordaba yo
la aventura poética con las mínimas perspectivas, lo que
significa que, con las mismas aspiraciones que hoy,
confiaba empero entonces en la lentitud de la elabora-
ción para ponerme a cubierto de contactos superfluos;
contactos que yo desaprobaba enérgicamente. Había en
esto un pudor del pensamiento del que todavía conservo
rastros. Al final de mis días llegaré, sin duda con dificul-
tad, a hablar como hay que hablar, disculpando mi voz
y mi limitado número de gestos. La virtud de la palabra,
y más aún la de la escritura, me parecía residir en la
facultad de abreviar de modo sorprendente la exposi-
ción (ya que había una exposición) de un pequeño
número de hechos, poéticos o de otra índole, de los que
yo constituía la substancia. Me imaginaba que no de
otro modo había procedido Rimbaud. Con un prurito
de variedad, digno de mejor suerte, compuse los últimos
poemas de Monte de Piedad 5 , es decir que llegué a
obtener de las líneas blancas de ese libro un partido
increíble. Esas líneas significaban cerrar los ojos ante
operaciones de la mente que yo creía imprescindible
escamotear al lector. No había trampa de mi parte, sino
afán de violentar. Lograba la ilusión de una complicidad
posible, de la cual podía prescindir cada vez menos. Me
había puesto a pulir exageradamente las palabras, te-
niendo en cuenta el espacio que toleran a su alrededor
o los contactos con un sinnúmero de palabras que yo no
pronunciaba. El poema Selva Negra procede íntegra-
mente de este estado de ánimo. Tardé seis meses en
escribirlo y puede creérseme que no descansé un solo
día. Pero entonces estaba enjuego la estima que sentía
por mí mismo; no es una razón, ustedes sabrán com-
prender. Me complacen estas confesiones idiotas. Por
aquel tiempo intentaban implantar la seudo-poesía cu-
) 3 7 (
bista; pero había nacido inerme del cerebro de Picasso;
y en lo que a mí respecta, pasaba por ser más aburrido
que una ostra (y aún paso por serlo). Por otra parte, yo
sospechaba haber errado el camino desde el punto de
vista poético; pero salvaba lo que podía, desafiando al
lirismo a fuerza de definiciones y recetas (no debía
tardar en producirse el fenómeno Dada) y haciendo
como que buscaba una aplicación de la poesía en la
publicidad (yo afirmaba que el mundo no acabaría con
un buen libro, sino con un hermoso anuncio para el cielo
o el infierno).
Hacia la misma época, un hombre, Pierre Reverdy,
por lo menos tan aburrido como yo escribía:
La imagen es una creación pura del espíritu.
No puede nacer de una comparación sino del acerca -
miento de dos realidades más o menos alejadas.
Cuanto más distantes y precisas sean las relaciones
entre las dos realidades que se ponen en contacto, más
intensa será la imagen, y tendrá más fuerza emotiva y
realidad poética...'
Estas palabras, aunque sibilinas para los profanos,
eran profundamente reveladoras, y medité sobre ellas
mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La
estética de Reverdy, de índole absolutamente a poste-
riori, me hacía tomar los efectos por causas. Por esa
época sucedió que me vi impelido a renunciar definiti-
vamente a mi punto de vista.
Ocurrió una noche que, al empezar a dormirme,
percibí claramente articulada, de modo tal que resulta-
ba imposible cambiar una palabra, pero carente del
* Nord-Sud, marzo de 1918.
) 3 8 (
PRIMER MANIFIESTO
sonido peculiar a cualquier voz, una frase asaz singular,
que me llegaba sin tener relación con los acontecimien-
tos que, por confesión de mi conciencia, me ocupaban
en ese momento. Era una frase insistente, una frase que
me atrevería a decir: llamaba a la ventana. Yo la capté
inmediatamente, y me disponía a pasar a otra cosa,
cuando su carácter orgánico me retuvo. Realmente esa
frase me desconcertaba; desgraciadamente no la he
conservado con precisión hasta hoy; era algo así como:
“Hay un hombre cortado en dos por la ventana”. Y no
podía haber confusión, ya que iba acompañada de la
débil representación visual* de un hombre que camina-
ba, cortado en la mitad de su altura por una ventana
perpendicular al eje de su cuerpo. Se trataba sin duda
del simple efecto de enderezamiento en el espacio de la
figura de un hombre asomado a una ventana. Pero
habiendo la ventana acompañado al hombre en su des-
* De ser pintor, hubiera predominado, sin duda, esta
impresión visual sobre la otra. Mi particular predisposi-
ción fue lo decisivo. Desde ese día tne ha ocurrido a me-
nudo concentrar voluntariamente la atención sobre
análogas apariciones, y puedo asegurar que no ceden un
ápice en nitidez a los fenómenos auditivos. Provisto de
lápiz y papel, me sería fácil reproducir los contomos,
puesto que no se trata en estos casos de dibujar, sino de
calcar. Habría podido así diseñar un árbol, una ola, un
instrumento musical, cosas de las que normalmente soy
incapaz de dar el bosquejo más elemental. Me introduci-
ría sin temor de extraviarme en un dédalo de líneas que
al comienzo no parecen llevar a nada concreto. Y al
abrir los ojos tendría una muy fuerte impresión de cosa
“nunca vista”. La prueba de lo que digo ha sido suminis-
trada repetidas veces por Robert Desnos: bastará hojear
el número 36 de FeuiUes Libres, que contiene varios di-
bujos suyos (Romeo y Julieta, Un hombre ha muerto es-
ta mañana, etc.), publicados inocentemente por dicha
revista como dibujos de alienados.
) 3 9 (
PRIMER MANIFIESTO
plazamiento, me di cuenta de que me encontraba frente
a una imagen bastante extraña, y repentinamente me
dominó la idea de incorporarla a mi material de cons-
trucción poética. No bien habíale acordado este mere-
cimiento cuando se presentó una retahila de frases que
me pasmaron en igual medida, dejándome una impre-
sión tal de gratuidad que se me apareció como ilusorio
el dominio que hasta entonces había tenido sobre mí
mismo, y no pensé más que en poner término a la
interminable querella desarrollada en mi interior.*
Estando, por entonces, totalmente absorbido por
Fre íd, con cuyos métodos de examen —que tuve oca-
sión de practicar sobre algunos enfermos durante la
guerra— me había familiarizado, decidí obtener de mí
mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir, un
monólogo de elocución lo más rápido posible, sobre el
cual el espíritu crítico del sujeto no pudiera dirigir
ningún juicio; que no estuviera trabado por ninguna
reticencia ulterior; que constituyera, en fin, lo más exac-
tamente posible, un pensamiento parlante. Me había
parecido siempre —y también ahora me parece— (la
forma como había entrado en contacto con la frase del
hombre cortado lo atestiguaba) que la velocidad del
pensamiento no es superior a la de la palabra, de modo
* Knut Hamsun hace depender del hambre este tipo de
revelación que ha hecho presa de mí, y probablemente
no esté equivocado (el hecho es que en esa época yo no
comía todos los días). Seguramente relata experiencias
de esa índole cuando se expresa en los siguientes térmi-
nos: “Al día siguiente me despené temprano. Todavía era
de noche. Hacía ya un buen rato que tenía los ojos abier-
tos, cuando oí que el reloj del departamento inferior daba
las cinco. Quise volver a dormirme pero no lo conseguí:
estaba completamente desvelado y mil cosas bullían en mi
cabeza De golpe acudieron a mi mente algunos excelentes
que no supera fatalmente ni a la lengua, ni siquiera a la
pluma que escribe. Fue con esta disposición de espíritu
que Philippe Soupault, a quien había hecho partícipe de
mis primeras conclusiones, y yo, nos pusimos a borro-
near cuartillas, con loable menosprecio por las conse-
cuencias literarias de esta empresa. La facilidad de
realización hizo el resto. Al cabo del primero día nos
leimos unas cincuenta páginas obtenidas con dicho pro-
cedimiento, y nos pusimos a comparar los resultados.
En general, había una notable analogía entre los textos
de Soupault y los míos: se notaban los mismos vicios de
construcción, los mismos decaimientos, pero también
en todos la ilusión de una facundia extraordinaria, una
emoción desbordante, una considerable selección de
imágenes de tal calidad como no hubiésemos sido capa-
ces de preparar igual ni una sola en mucho tiempo, un
acento pintoresco muy peculiar y, aquí y allá, algunas
fragmentos apropiados para utilizarlos en una nota o un
artículo; el azar me ofrecía frases muy hermosas, como
nunca se me habían ocurrido antes. Las repetía lentamente
palabra por palabra; eran espléndidas. Y venían incesamen-
temente. Entonces me levanté y busqué lápiz y papel en la
mesa detrás de mi lecho. Era como si una vena se hubiera
roto dentro de mí, las palabras se sucedían unas a otras, se
adaptaban a cada situación, las escenas se acumulaban, la
acción se desarrollaba, las réplicas surgían en mi cerebro.
Sentía un placer prodigioso. Los pensamientos acudían con
tal rapidez y seguían fluyendo en abundancia tal que yo
perdía un sin fin de detalles sutiles a causa de que mi lápiz
no era suficientemente veloz, a pesar de que yo me apresura-
ba, con mi mano en constante movimiento, sin perder un
minuto. Las frases continuaban atropellándose en mí. Yo
estaba repleto de mi tema.. ”
Apollinaire sostenía que los primeros cuadros de Chirico
fueron pintados bajo el influjo de trastornos cenestésicos
(Jaquecas, cólicos).
:
!
) 4 0 (
) 4 1 (
PRIMER MANIFIESTO
frases agudamente burlescas. La única diferencia entre
los textos de ambos me pareció que estribaba en lo
distinto de nuestros temperamentos (menos estático el
de Soupault) y —si me permite una ligera crítica— en
que cometió el error de colocar en la cabecera de
algunas páginas —sin duda por espíritu de mistifica-
ción— ciertas palabras a guisa de títulos. Tengo que
hacerle justicia, en cambio, por haberse opuesto tenaz-
mente al menor retoque, a la más mínima corrección,
cuando algún pasaje me parecía poco logrado. En esto
tuvo la más completa razón*, ya que resulta, en verdad,
muy difícil estimar en su justo valor los diversos elemen-
tos presentes, y puede asegurarse que es imposible
hacerlo en una primera lectura. Para quien escriba, al
principio esos elementos le resultarán tan extraños co-
mo a cualquier otro , y naturalmente sentirá desconfian-
za. Desde un punto de vista poético se recomiendan
sobre todo por un grado muy alto de inmediata absur-
didad, que cede lugar, después de un examen más pro-
fundo, a cuanto hay de más legítimo y admisible en el
mundo, o sea la divulgación de cierto número de pro-
piedades y hechos no menos objetivos, en suma, que
cualesquiera otros.
Como homenaje a Guillaume Apollinaire, que aca-
baba de fallecer, y que nos pareció haberse entregado,
* Estoy cada vez más convencido de la infalibilidad de
mi pensamiento con respecto a mi mismo, lo que es muy
fundado. Con todo, en esta escritura del pensamiento,
donde se está a merced de cualquier distracción exterior,
pueden producirse “mejunjes”. No tendría disculpas tra-
tar de disimularlos. El pensamiento es, por definición,
fuerte e incapaz de incurrir en errores. Las evidentes de-
bilidades que aparezcan hay que achacarlas a las suges-
tiones que le llegan de afuera.
en oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrifi-
car empero totalmente los recursos literarios triviales,
Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo
la nueva forma de expresión pura de que disponíamos,
y de la cual nos urgía hacer partícipes a nuestros amigos.
Creo que hoy ya no es necesario insistir sobre esta
palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos
dado ha prevalecido sobre la acepción apollineriana.
Con más razón todavía, hubiéramos podido adoptar el
vocablo supematuralismo, empleado por Gérard de
Nerval en la dedicatoria de las Hijas del Fuego*. Nerval
poseía, a lo que parece, en el más alto grado ese espíritu
que nosotros reinvindicamos, en tanto que Apollinaire sólo
alcanzó a poseer la letra, todavía imperfecta, del surrealis-
mo, y se mostró impotente para forjar una concepción
teórica que nos conquistara He aquí dos frases de Nerval
que me parecen a este respecto muy significativas 6 :
“Quiero explicarle, querido Dumas, el fenómeno que
usted mencionó más arriba. Ya sabe que existen ciertos
narradores que no pueden inventar fábulas sin identifi-
carse con los personajes de su imaginación. Recuerde con
cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier contaba
cómo le había ocurrido la desgracia de ser guillotinado
durante la Revolución, llegando a tal grado de persuasión
que uno se preguntaba cómo logro que le pegaran otra
vez la cabeza.
"... Y ya que usted cometió la imprudencia de citar uno
de los sonetos compuestos en ese estado de ensueño
supernaturalista, como dirían los alemanes, es necesario
que los conozca todos. Los encontrará al final del volu-
men. No son más oscuros que la metafísica de Hegel o
* Y también por Thomas Carlyle en Sanor Resartus (ca-
pítulo VIII: Supematuralismo natural), 1833/34.
L
) 4 2 (
) 4 3 (
PRIMER MANIFIESTO
los Mémorables de Swedenborg, y perderían su encanto
al explicarlos, aún en el caso de que fuera posible hacerlo.
Concédame, al menos, el mérito de la expresión... ” *
o o o
Sólo por mala fe se nos podría discutir el derecho de
emplear la palabra surrealismo en el peculiar sentido
que nosotros le damos, puesto que resulta evidente que
esta palabra antes de nosotros no había conocido fortu-
na. La defino, pues, de una vez por todas:
Surrealismo: s.m. Automatismo psíquico puro por
cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como
por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento
real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con
exclusión de todo control ejercido por la razón y al
margen de cualquier preocupación estética o moral.
Enciclopedia: Filos. El surrealismo se basa en la
creencia en la realidad superior de ciertas formas de
asociación que habían sido desestimadas, en la omnipo-
tencia del sueño, en la actividad desinteresada del pen-
samiento. Tiende a provocar la ruina definitiva de todos
los otros mecanismos psíquicos, y a suplantarlos en la
solución de los principales problemas de la vida. Han
hecho profesión de fe de Surrealismo absoluto:
Aragón, Barón, Boiffard, Bretón, Carrive, Crevel, Deí-
teil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Mori-
se, Naville, Noli, Péret, Picón, Soupault, Vitrac.
Parecen ser éstos los únicos hasta el presente, y no
habría posibilidad de error a no ser por el caso apasio-
nante de Isidore Ducasse, sobre el que carezco de datos
suficientes. Cierto que, teniendo en cuenta de un modo
* Ver también el Ideorrealismo de Saint-Pol-Roux.
) 44 (
superficial los resultados, buen número de poetas po-
drían pasar por surrealistas, comenzando por Dante y,
en sus buenos momentos, Shakespeare. En el curso de
diversas tentativas de reducción, a las que me he librado
de lo que, por abuso de confianza, se denomina genio, no
he encontrado nada que pudiera atribuirse concluyente-
mente a un proceso distinto del que estamos tratando.
has Noches de Young son surrealistas de un extremo
al otro; desgraciadamente es un sacerdote el que habla,
un mal sacerdote sin duda, pero sacerdote al fin.
Swift es surrealista en la malignidad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo.
Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es estúpido.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la práctica de la vida y en
cualquier parte.
Mallarme es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en el ajenjo.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saint-Pol-Roux es surrealista en el símbolo.
Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en su casa.
Saint-John Perse es surrealista a la distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.
Insisto en que no siempre son surrealistas, puesto
que puedo descubrir en ellos cierto número de ideas
) 4 5 (
PRIMER MANIFIESTO
preconcebidas a las cuales ingenuamente se aferran; y
lo hacen porque no llegaron a percibir la voz surrealista ,
la que continúa predicando aún la víspera de la muerte
y por sobre las tempestades; o porque no se resignaron
a hacer de meros orquestadores de una maravillosa
partitura. Al hecho de constituir instrumentos demasia-
do arrogantes se debe que no hayan dado siempre
sonidos armoniosos*.
Pero nosotros, que no hemos efectuado el menor
trabajo de filtración, que nos hemos convertido en nues-
tras obras en receptores pasivos de múltiples ecos, en
modestos aparatos registradores que no se hipnotizan
ante el trazado que registran, creemos servir una causa
más noble; devolvemos con probidad el “talento” que
nos prestan. Podéis hablarme, si queréis, del talento de
ese metro de platino, de aquel espejo, de esta puerta,
del cielo.
No, no tenemos talento; preguntad a Philippe Sou-
pault:
“Las manufacturas anatómicas y las habitaciones
baratas destruirán las más elevadas ciudades ”.
A Roger Vitrac:
“Apenas había invocado al mármol-almirante, cuan-
do éste giró sobre sus talones como un caballo que se
encabrita ante la estrella polar, designándome en el plano
* Lo mismo podría decirse de algunos filósofos y de al-
gunos pintores, limitándome a citar entre estos últimos a
Paolo Uccello en los tiempos antiguos, y en los moder-
nos a Seurat, a Gustave Moreau, a Matisse (en La músi-
ca, por ejemplo), a Derain, a Picasso (el más puro, de
lejos), a Braque, a Duchamp, a Picabia, a De Chineo
(por tanto tiempo admirable), a KJee, a Man Ray, a Max
Emst, y muy cerca de nosotros, a André Masson.
de su bicomio una región en la que yo debía pasar el resto
de mis días”.
A Paul Éluard:
“Relato una historia muy conocida; releo un poema
célebre; estoy apoyado contra un muro, con orejas que
reverdecen y labios calcinados”.
A Max Morise:
“El oso de las cavernas con su compañera la abutar-
da, el ' mil hojas ’ con su mucama la hoja, el gran canciller
con su señora la cancela, el espantapájaros con su com-
padre el pájaro, la probeta con su hija la aguja, el carní-
voro y su hermano el carnaval, el barrendero y su
monóculo, el Mississipi y su faldero, el coral y su jarra
lechera, el Milagro con su Buen Dios, no tienen más que
desaparecer de la superficie del mar”.
A Joseph Delteil:
“¡Ay! Yo creo en la virtud de los pájaros; basta sólo
una pluma para hacerme morir de risa ”.
A Louis Aragón:
“Durante una interrupción del partido, mientras los
jugadores se reunían alrededor de una llameante taza de
punch, le pregunté al árbol si conservaba todavía su cinta
roja”.
Y a mí mismo, que no he podido evitar el escribir
las líneas serpenteantes, enloquecedoras, de este pre-
facio.
Preguntadle también a Robert Desnos, que de todos
nosotros es el que está, quizá, más próximo a la verdad
) 4 6 (
) 4 7 (
surrealista, y quien en obras aún inéditas* y a lo largo de
'múltiples experiencias a las que se ha prestado, justifica
plenamente la esperanza que yo cifraba en el surrealis-
mo y me obliga a esperar todavía mucho más. Hoy en
día, Desnos habla el idioma surrealista a voluntad. La
prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensa-
miento nos da, cuantas veces querramos, espléndidos
discursos que se pierden, pues a Desnos le ocupan cosas
más importantes que el retenerlos. Lee en sí mismo
como en un libro abierto y no hace ningún esfuerzo por
conservar las cuartillas que se desparraman con el vien-
to de su vid».
* Nouvelles Hébridas, Désordre Forme 1, Deuil pour Deuil.
) 4 8 (
Secretos del arte mágico surrealista
Composición surrealista escrita, o el borrador primero
y definitivo.
i
Hazte traer con qué escribir, después de haberte insta-
lado en un lugar lo más favorable posible para la con-
centración del espíritu en sí mismo. Colócate en el
estado más pasivo o receptivo que puedas. Haz abstrac-
ción de tu genio, de tus talentos y del de todos los demás.
Di bien alto que la literatura es uno de los más tristes
caminos que conducen a todo. Escribe velozmente, sin
tema previo, con tal rapidez que te impida recordar lo
escrito o caer en la tentación de releerlo. La primera
frase vendrá sola, puesto que cada segundo hay una
frase, ajena a nuestro pensamiento consciente, que pug-
na por manifestarse. Es bastante difícil pronunciarse
sobre el caso de la frase siguiente, la que sin duda
participa a la vez de nuestra actividad consciente y de
la otra, si se admite que el haber escrito la primera frase
implica un mínimo de percepción. Pero esto no debe
preocuparte, porque allí reside en su mayor parte el
interés del juego surrealista. Siempre sucede que la
puntuación se opone a la absoluta continuidad del flujo
verbal, aunque parezca tan indispensable como la dis-
tribución de los nudos en una cuerda vibrante. Continúa
así todo el tiempo que te plazca. Confía en el carácter
) 4 9 (
inagotable del murmullo. Si el silencio amenaza imperar
aprovechando la menor falla —que se podría llamar
falla de distracción — , tacha entonces sin vacilar una
línea demasiado clara, y a continuación de la palabra
cuyo origen es sospechoso, coloca una letra cualquiera,
la /, por ejemplo, y siempre la /, retornando de ese modo
a lo arbitrario al imponer dicha letra como inicial del
vocablo que ha de venir.
Para dejar de aburrirse en compañía
Es muy difícil. Trata de no estar en casa para nadie y, a
veces, aunque ninguno haya quebrantado la consigna,
interrumpiéndote en plena actividad surrealista y cru-
zándote de brazos contesta: “Tanto da; quizá haya algo
mejor que hacer o que no hacer. El interés de la vida no
se mantiene. ¡Simplicidad, lo que me está pasando to-
davía me fastidia!” o cualquier otra indignante triviali-
dad.
Para hacer discursos
Hacerse inscribir la víspera de las elecciones, en el
primer país que juzgue oportuno recurrir a ese género
de consultas. Cualquiera lleva en sí la materia de un
orador: telas multicolores y pedrerías de palabras. Gra-
cias al surrealismo podrá sorprender en toda su pobreza
a la desesperación. Un atardecer, subido a un estrado,
destrozará él solo al cielo eterno, esa Piel de Oso 7 .
Prometerá tanto, que cumplir algo, por poco que sea,
causará asombro. Dará a las reivindicaciones de todo
un pueblo un rumbo parcial e irrisorio. Conciliará a los
adversarios más irreductibles en un secreto deseo que
hará estallar todas las patrias. Y logrará todo esto con
PRIMER MANIFIESTO
sólo dejarse levantar por la palabra inmensa que se
derrite en piedad y echa a rodar en odio. Incapaz de
desfallecimientos, jugará ganando sobre el tapete de
todos los desfallecimientos 8 . Será realmente elegido, y
las mujeres más dulces lo amarán con violencia.
Para escribir falsas novelas
Quienquiera que seas, si el corazón te lo pide, comienza
por quemar unas hojas de laurel, y sin preocuparte por
mantener ese magro fuego, prepárate a escribir una
novela. El surrealismo te lo permitirá: basta cambiar la
aguja pasándola de “Tiempo estable” a “Acción”, y se
habrá realizado el truco. He aquí diversos personajes
de apariencia bastante desorbitada; sus nombres en tu
escritura se reducen a una cuestión de mayúsculas, y se
comportarán frente a los verbos activos con la misma
soltura que tiene el pronombre impersonal francés il
frente a las palabras: pleut, y a, faul, etc . 9 Los dirigirán,
por así decir, y ten por seguro que cuando la observa-
ción, la reflexión y las facultades de generalización fa-
llen, ellos te prestarán mil intenciones que nunca tuviste.
Así, provistos de un número limitado de características
físicas y morales, esos seres, que realmente te deben
bien poco, no se apartarán de una determinada línea de
conducta, del cual ya no necesitas ocuparte. Resulta
entonces una intriga de apariencia más o menos orde-
nada, que justificará punto por punto el desenlace emo-
cionante u optimista que te importa poco. Tu falsa
novela imitará maravillosamente una novela verdadera;
harás dinero, y todos concordarán en reconocer que
“tienes algo en las tripas”, ya que, con toda seguridad,
allí es donde suele estar ese algo.
) 5 0 (
) 5 1 (
PRIMER MANIFIESTO
Asimismo, por análogo procedimiento, y con la con-
dición de ignorar aquello de lo que vas a tratar, podrás
dedicarte con éxito a la falsa crítica.
Para hacerse agradable a una mujer que pasa por la calle
Contra la muerte
El surrealismo te introducirá en la muerte que es una
sociedad secreta. Te enguantará la mano y enterrará la
profunda M con la que comienza la palabra Memoria.
No olvides tomar felices disposiciones testamentarias:
en lo que a mí respecta, pido que se me conduzca al
cementerio en un carro de mudanzas, y que mis amigos
destruyan hasta el último ejemplar de la edición del
Discurso sobre la poca Realidad.
El lenguaje ha sido dado al hombre para que lo utilice
de modo surrealista. En la medida en que le es indispen-
sable para hacerse comprender, llegar a expresarse bien
o mal, asegurando así el cumplimiento de algunas de las
funciones más elementales. Hablar, escribir una carta,
no ofrecen para él ninguna dificultad real, siempre que
al hacerlo no se proponga un objetivo superior al térmi-
no medio, o sea, siempre que se limite a conversar (por
el placer de conversar) con alguien. No demuestra an-
siedad por las palabras que vendrán, ni por la frase que
ha de seguir a la que está pronunciando. Será capaz de
responder a quemarropa a las preguntas muy simples.
Si carece de los tics que se contraen en el trato con el
prójimo, puede llegar a pronunciarse espontáneamente
sobre un pequeño número de temas, no necesitando
para ello “morderse la lengua”, ni prepararse con anti-
cipación. ¿Quién le habrá hecho creer que la facultad
de responder a boca de jarro sólo puede acarrearle
perjuicios cuando se tata de establecer relaciones más
delicadas? No existe ninguna cosa sobre la cual tenga
que negarse a hablar o escribir abundantemente. Quien
se escucha o se lee sólo consigue interrumpir lo oculto,
la admirable ayuda. No tengo apuro por comprenderme
(al fin y al cabo me comprenderé siempre). Cuando tal
o cual frase mía me provoca en el momento una ligera
decepción, confío en la frase siguiente para rescatar sus
errores, y me cuido bien de rehacerla o perfeccionaría.
La mínima pérdida del impulso sería lo único fatal para
mí. Las palabras, los grupos de palabras que se suceden
unos a otros , mantienen entre ellos la máxima solidari-
dad. No me corresponde a mí favorecer a unos en
detrimento de otros. Le corresponde intervenir a una
milagrosa compensación, y, en efecto, interviene.
Este lenguaje sin reservas al que trato de volver
siempre válido, que me parece adaptarse a todas las
circunstancias de la vida, no solamente no me priva de
ninguno de mis recursos, sino que, por el contrario, me
presta una extraordinaria lucidez precisamente en un
dominio donde menos lo esperaba. Llegaré hasta a
pretender que me instruye; y, en efecto, me ha tocado
usar surrealmente palabras cuyo significado había olvi-
dado, habiendo podido verificar después que las había
) 5 2 (
) 5 3 (
usado de acuerdo con su definición precisa. Esto indu-
ciría a sospechar que en realidad nada se “aprende”,
sino que únicamente se “rememora”. Así han llegado a
hacérseme familiares muchos giros felices. Y no men-
ciono la conciencia poética de los objetos, que no he
podido adquirir sino con su contacto espiritual mil veces
repetido.
Es el diálogo la forma que más conviene al lenguaje
surrealista; se enfrentan en él dos pensamientos, de
modo tal que mientras uno se entrega, el otro se ocupa
de él. ¿Pero de qué modo se ocupa? Si supusiéramos
que se lo incorpora habría que admitir que en algún
momento podría vivir por completo de este otro pensa-
miento, lo que resulta muy improbable. Y, en efecto, la
atención que le presta es completamente externa: dis-
pone del tiempo para aprobar o desaprobar (general-
mente desaprobar), con todas las atenciones de que es
capaz el hombre. Un lenguaje así no permite, desde
luego, abordar lo profundo de un tema. Mi atención,
exigida por una solicitación que no puede razonable-
mente rechazar, trata al pensamiento del interlocutor
como enemigo; en la conversación corriente lo “reto-
ma” casi siempre en las palabras o figuras de que se
sirve, y me coloca en situación de sacar partido de ellas
en la réplica, desnaturalizándolas. Esto es tan cierto que
en algunas psicopatías, en las que los trastornos del
sensorio absorben totalmente la atención del enfermo,
éste, al seguir respondiendo a las preguntas, se limita a
apoderarse del último vocablo que oye o del último
trozo de frase surrealista que flota en su espíritu:
“ — ¿Qué edad tiene usted? —Usted.” (Ecolalia)
“ — ¿Cómo se llama? — Cuarenta y cinco casas”. (Sín-
toma de Ganser o de las respuestas laterales).
) 5 4 (
PRIMER MANIFIESTO
No existe conversación en la que no apunte algo de
este desorden. Sólo logran disimularlo pasajeramente
el esfuerzo de sociabilidad que domina en aquélla y la
gran costumbre que tenemos. En semejantes razones
radica también la gran debilidad de todo libro, que debe
entrar en incesante conflicto con el espíritu de sus
mejores lectores, es decir, los más exigentes. En el
brevísimo diálogo que he improvisado más arriba entre
un médico y un alienado, a éste le corresponde la mejor
parte, ya que se impone con sus respuestas a la atención
del médico que lo examina, sin ser el que interroga.
¿Puede decirse que su mente es, en ese instante, la más
fuerte? Tal vez. Ya está libre de no tener en cuenta ni
su edad ni su nombre.
El surrealismo poético, motivo de este estudio, se ha
dedicado hasta ahora a restablecer el diálogo en su
verdad absoluta, liberando a los interlocutores de las
obligaciones de la cortesía. Cada uno prosigue simple-
mente su soliloquio, sin tratar de obtener un goce dia-
léctico particular, ni de imponerse por nada del mundo
a su prójimo. La palabra no se propone, como de ordi-
nario, desarrollar una tesis, por insignificante que sea;
es desinteresada al máximo. En cuanto a la respuesta
que provoca es, en principio, totalmente indiferente
para el amor propio del que ha hablado. Los vocablos,
las imágenes, se ofrecen sólo como trampolines al espí-
ritu del que escucha. Así deben considerarse en Los
Campos Magnéticos , 10 primera obra puramente surrea-
lista, las páginas agrupadas bajo el título “Barreras”, en
las que Soupault y yo mostramos esos interlocutores
imparciales.
o o o
) 5 5 (
PRIMER MANIFIESTO
El surrealismo no permite que quienes se le entregan lo
abandonen cuando les venga en gana. Todo nos inclina
a pensar que actúa sobre el espíritu al modo de los
estupefacientes; como ellos crea cierto estado de nece-
sidad, pudiendo impulsar al hombre a terribles rebelio-
nes. Puede admitirse que sea un verdadero paraíso
artificial, y que determine goces expuestos al examen
crítico que hizo Baudelaire de los otros paraísos. El
análisis de los efectos misteriosos y de los placeres
especiales que llega a producir no puede dejar de ocu-
par un lugar en este estudio. Por muchos de sus aspectos
el surrealismo se presenta como un vicio nuevo, que no
parece ser atributo exclusivo de algunos hombres, y que,
como el haschisch, puede satisfacer a los consumidores
más exigentes.
1- Las imágenes surrealistas, como las que produce
el opio, no son evocadas voluntariamente por el hombre,
sino que “se le presentan de un modo espontáneo y
despótico. No puede alejarlas porque la voluntad ya no
tiene poder ni gobierna las facultades mentales*.” Que-
da por saber si alguna vez alguien ha “evocado” imáge-
nes. Si uno se atiene — como yo lo hago — a la definición
de Reverdy, no parece que fuera posible acercar volun-
tariamente lo que él denomina “dos realidades distan-
tes”. El acercamiento se produce o no se produce, y eso
es todo. Niego, por mi parte, del modo más categórico
que las siguientes imágenes de Reverdy:
o:
En el arroyo hay una canción que corre
El día se desplegó como un mantel blanco
o:
El mundo se mete en una bolsa
demuestren el menor grado de premeditación. Es falso,
a mi criterio, pretender que “el espíritu ha captado las
relaciones” entre las dos realidades en contacto. En
primer término, no ha captado nada conscientemente,
sino que del acercamiento fortuito de dos términos ha
brotado un fulgor particular, el fulgor de la imagen, a
cuyo brillo somos infinitamente sensibles. El valor de la
imagen depende de la belleza de la chispa obtenida, y
por lo tanto es función de la diferencia de potencial
entre los dos conductores. Cuando esta diferencia es
mínima, como pasa en la comparación*, la chispa no se
produce. Ahora bien: opino que no está dentro del
poder del hombre el concertar el acercamiento de dos
realidades tan distantes. El principio de asociación de
ideas, tal como lo conocemos, se opone a ello; o habría
que retornar a un arte elíptico que Reverdy condena
tanto como yo. Es forzoso admitir, entonces, que el
espíritu no deduce los términos de la imagen uno del
otro con miras a engendrar la chispa, sino que son
productos simultáneos de la actividad que yo denomino
surrealista, limitándose la razón a comprobar y valorar
el fenómeno luminoso.
Y así como la longitud de la chispa es mayor cuando
ésta se produce a través de gases enrarecidos, la atmós-
fera surrealista producida por la escritura mecánica,
que he intentado poner al alcance de todos, se presta
singularmente para producir las más bellas imágenes.
Hasta puede decirse que las imágenes aparecen en esa
carrera vertiginosa como los únicos conductores del
* Baudelaire.
* Ver la imagen en Jules Renard.
) 5 6 (
) 5 7 (
¡te*,-.
espíritu. Éste se va convenciendo poco a poco de la
suprema realidad de esas imágenes. Comienza por to- I
lerarlas, pero pronto advierte que halagan a la razón y
que al mismo tiempo acrecientan sus conocimientos.
Llega así a darse cuenta de la extensión ilimitada donde
se manifiestan sus deseos, donde el pro y el contra se
reducen sin cesar y donde su oscuridad no lo traiciona. |
Avanza conducido por esas imágenes que lo arrebatan
y que apenas le dan tiempo para soplar sobre el fuego i
de sus dedos. Es la noche más bella, la noche de los
relámpagos: el día, a su lado, es la noche.
Los innumerables tipos de imágenes surrealistas re-
querirían una clasificación que ahora no me propongo
intentar. Agruparlas según sus particulares afinidades
me llevaría demasiado lejos. Sólo quiero tener en cuenta
lo común de todas ellas. No oculto que para mí la imagen
más poderosa es la que presenta el grado más elevado j
de arbitrariedad; la que exige más tiempo para ser
traducida al lenguaje práctico, sea porque encubre una
enorme dosis de contradicción aparente, sea porque
uno de sus términos haya sido escamoteado curiosa-
mente, sea que anunciándose de un modo sensacional
termine resolviéndose débilmente (cerrando brusca-
mente el ángulo de su compás), sea que deduzca de sí
misma una justificación formal irrisoria, sea que entre
en el orden alucinatorio, sea que, con la mayor natura- |
lidad, preste a lo abstracto la máscara de lo concreto o
viceversa, sea que implique la negación de alguna pro-
piedad física elemental, sea que desencadene la risa. He 1
aquí, por orden, algunos ejemplos:
El rubí del champaña. (Lautréamont)
Bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho en
) 5 8 (
PRIMER MANIFIESTO
los adultos , cuya propensión al crecimiento no es propor-
cional a la cantidad de moléculas que su organismo
asimila. (Lautréamont)
Una iglesia se erguía resonante como una campana.
(Philippe Soupault)
En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano que sale de un
pozoy va a comer su pan por la noche. (Robert Desnos)
Sobre el puente, el rocío con cabeza de gata se balancea-
ba. (André Bretón)
Algo a la izquierda, en mi firmamento adivinado, percibo
— pero sin duda sólo se trata de un vapor de sangre y de
crimen — el diamante en bruto de las perturbaciones de
la libertad. (Louis Aragón)
En la selva incendiada
Los leones eran frescos. (Roger Vitrac)
El color de las medias de una mujer no es forzosamente
igual al de sus ojos, lo que ha hecho decir a un filósofo,
cuyo nombre no vale la pena mencionar: Los cefalópo-
dos tienen más motivos que los cuadrúpedos para odiar
el progreso”. (MaxMorise)
Quiérase o no hay allí material para satisfacer diver-
sas exigencias del espíritu. Todas esas imágenes pare-
cen testimoniar que el espíritu está maduro para cosas
más importantes que las benignas alegrías a las que se
entrega habitualmente. Es el único medio a su alcance
) 5 9 (
PRIMER MANIFIESTO
de utilizar en provecho propio la cantidad ideal de
acontecimientos de los que está cargado.* Esas imágenes
le dan la medida de su modo habitual de malgastarse y de
los inconvenientes que esto le ocasiona. Y no es peijudidal
que acaben por desconcertarlo, pues desconcertar al es-
píritu es probarle su error. Las frases transcriptas más
arriba contribuyen grandemente a ello. Pero el espíritu que
las saborea obtiene la certeza de encontrarse en el buen
camino ; por sí mismo no podría hacerse culpable de
argucia; no tiene nada que temer, puesto que además está
seguro de abarcarlo todo.
2 e El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive
con exaltación lo mejor de su infancia; un poco, quizás,
como la certidumbre de aquel que, estando a punto de
ahogarse, repasa en menos de un minuto todo lo que no
pudo superar en su vida. Se me dirá que eso no es muy
alentador; pero a mí no me interesa alentar a quienes
arguyen tal cosa. De los recuerdos de infancia, y de
algunos otros, se desprende un sentimiento de algo
insumiso y al mismo tiempo descamado, que considero
lo más fecundo que existe. Quizás sea la infancia lo que
está más cerca de la “verdadera vida”. La infancia, que
una vez transcurrida, deja un hombre que sólo posee,
fuera de su pasaporte, algunos billetes de favor. La
infancia, en la que todo concurría a la posesión eficaz y
sin restricciones de uno mismo. Gracias al surrealismo
parece probable que retornen tales perspectivas. Es
* No olvidemos que, según la fórmula de Novalis, "hay una
serie de acontecimientos que se desarrollan paralelamente a
los reales. Los hombres y las circunstancias modifican gene-
ralmente la marcha ideal de los acontecimientos, de modo
que esa marcha parece imperfecta; y hasta sus consecuencias
son igualmente imperfectas. Una cosa semejante ocurrió con
la Reforma: en lugar del Protestantismo adivino el Lutera-
nismo’’.
) 6 0 (
como precipitarse de nuevo hacia la propia salvación o
la propia ruina. Se vuelve a experimentar en lo oscuro
un delicioso terror. Gracias a Dios no es más que el
Purgatorio. Cruza uno temblando lo que los ocultistas
denominan paisajes peligrosos. Mis pasos hacen surgir
monstruos que acechan: aún no demuestran intenciones
demasiado amenazadoras hacia mí, y yo no estoy perdi-
do, puesto que los temo. Allí están “los elefantes gino-
céfalps y los leones alados” que, un tiempo, Soupault y
yo temíamos encontrar; allí también el “pez soluble”
que todavía me hace estremecer un poco. ¡PEZ solu-
ble, no soy acaso yo el pez soluble; nací bajo el signo de
Piscis, y el hombre es soluble en su pensamiento! La
fauna y la flora del surrealismo son inconfesables.
3 9 No creo en el próximo establecimiento de una
receta surrealista. Los caracteres comunes a todos los
textos de ese género, tales como los que ya he mencio-
nado y muchos otros que sólo podrían suministrarnos
un análisis lógico y un análisis gramatical riguroso, no
se oponen a cierta evolución de la prosa surrealista en
el tiempo. Llegadas después de una cantidad de ensa-
yos, a los que me he dedicado desde hace cinco años, y
a los que tengo la debilidad de juzgar extremadamente
desordenados en su mayor parte, las historietas que
forman la continuación de este volumen suministran
una prueba flagrante. 11 No las considero, a causa del
mencionado desorden, ni más dignas ni menos dignas
que otras de presentar a los ojos del lector los beneficios
que el aporte surrealista puede hacerle obtener a su
conciencia.
Por lo demás, los procedimientos surrealistas recla-
man mayor amplitud todavía. Cualquier medio es bueno
para obtener de ciertas asociaciones la instantaneidad
requerida. Los papeles pegados de Picasso y de Braque
) 6 1 (
tienen el mismo valor que la introducción de un lugar
común en el desarrollo literario del estilo más pulido.
Hasta se vuelve lícito denominar POEMA al resultado
obtenido por la reunión lo más gratuita posible (conser-
vando, si se quiere, la sintaxis) de títulos y fragmentos
recortados de los periódicos:
) 6 2 (
PRIMER MANIFIESTO
POEMA
Una carcajada
de zafiro en la isla de Ceylán
Los más hermosos sombreros de paja
ESTAN DESCOLORIDOS
BAJO LOS CERROJOS
en una granja solitaria
DIA A DIA
se agrava
lo agradable
Un camino transitable
os conduce al borde de lo desconocido
el café
predica en su provecho
el artífice cotidiano de vuestra belleza
) 6 3 (
CEHORA,
un par
de medias de seda
no es
un salto en el yació
UN CIERVO
Primero el amor
Todo podría arreglarse tan bien
PARIS ES UN PUEBLO GRANDE
Vigilad
Los rescoldos tapados
LA ORACION
Del buen tiempo
Sabed que
Los rayos ultravioletas
han acabado su tarea
pronto y bien
PRIMER MANIFIESTO
EL PRIMER DIARIO BLANCO
DEL AZAR
Será el rojo
el cantor errante
¿DONDE ESTA?
en la memoria
en su casa
EN EL BAILE DE LOS ARDIENTES
Hago
al bailar
lo que se ha hecho, lo que se hará
o <> o
Y se podrían multiplicar los ejemplos. Llegarían qui-
zás a encontrarse allí el teatro, la filosofía, la ciencia, la
crítica. Me apresuro a declarar que las futuras técnicas
surrealistas no me interesan.
o o o
Una gravedad distinta tienen a mi juicio* —ya lo he
Por más reservas que me permita hacer sobre la res-
ponsabilidad en general y sobre los considerandos mé-
dado a entender suficientemente — las aplicaciones del
surrealismo a la acción. Por supuesto, no creo en la
virtud profética de la palabra surrealista: “lo que yo digo
es oráculo”* Sí, mientras yo lo acepte , pero el oráculo
mismo, ¿qué es?**. La piedad de los hombres no me
dico-legales que influyen en el establecimiento del grado
de responsabilidad de un individuo: responsabilidad total,
irresponsabilidad o responsabilidad limitada (sic); y por
difícil que me sea admitir el principio de un culpabilidad
cualquiera, me gustaría saber cómo serán juzgados los
primeros actos delictuosos cuyo carácter surrealista no
ofrezca dudas. ¿Absolverán al acusado o sólo se beneficia-
rá de circunstancias atenuantes? Lástima que ya casi no se
repriman los delitos de prensa, porque podríamos asistir a
un proceso de este tipo: el acusado ha publicado un libro
que atenta contra la moral pública; algunos de los ciuda-
danos “más honorables” lo acusan también de difamación;
se acumulan además contra él una serie de cargos abruma-
dores como ser: injurias al ejército, incitación al crimen y
a la violación, etc. Por otra parte, el acusado inmediata-
mente coincide con la acusación para “condenar” la mayor
parte de las ideas expresadas. Se limita a alegar en su
descargo que no se considera autor de su libro, por consti-
tuir éste una producción surrealista donde se excluye toda
cuestión de mérito o falta de mérito del firmante, quien se
limita a transcribir un documento sin emitir opinión, sien-
do por lo tanto tan ajeno al texto incriminado como el
mismo presidente del tribunal.
Todo lo dicho sobre la publicación de un libro podrá
extenderse a miles de otros actos el día en que los métodos
surrealistas alcancen la suficiente difusión. Entonces será
necesarioque una nueva moral sustituya a la moral corrien-
te, causa de todos nuestros males.
* Rimbaud.
** Sin embargo, sin embargo... Habría que terminar con
la duda. Hoy, 8 de junio de 1924, más o menos a la una, la
voz me susurraba: “Béthune, Béthune”. ¿Qué quería de-
cir? Yo no conozco a Béthune y tengo una idea muy vaga
de la ubicación de ese punto en el mapa de Francia. Bé-
) 6 6 (
PRIMER MANIFIESTO
engaña. La voz surrealista que sacudía a Gimes, Dodo-
na y Delfos no es distinta de la voz que dicta mis palabras
menos enfurecidas. Si mi tiempo no debe ser el suyo,
¿por qué habría de ayudarme a resolver el problema
pueril de mi destino? Por desgracia debo fingir actuar
en un mundo en el que, para llegar a tener en cuenta sus
sugestiones, tendría que acomodarme a dos clases de
intérpretes: unos para traducirme sus sentencias y otros
— imposible encontrarlos — para imponer a mis seme-
jantes la interpretación que yo les daría. En este mundo
en el que soporto lo que soporto (no pretendan saber-
lo), ¡este mundo moderno!, en fin, ¡demonios!, ¿qué
queréis que haga? Aunque la voz surrealista llegara a
callarse, ya no estoy de humor para contar mis desapa-
riciones. Nunca más entraré, ni en mínima parte, en el
cómputo maravilloso de mis años y mis días. Me pasará
como a Nij inski que, al ser llevado el año pasado al
Ballet Ruso, no supo a qué clase de espectáculo asistía.
Me quedaré solo, completamente solo dentro de mí
mismo, indiferente hacia todos los ballets del mundo.
Os entrego todo lo que hice y lo que no hice.
thune no me evoca nada, ni siquiera una escena d e Los tres
mosqueteros. Hubiera debido partir para Béthune, donde
quizás me espera algo; francamente hubiese sido demasia-
do simple. Me han contado que en un libro de Chesterton
aparece un detective que para encontrar a alguien en una
ciudad, se limita a visitar a fondo todas las casas cuyo
exterior presenta algún detalle ligeramente anormal. Este
sistema vale tanto como cualquiera.
Análogamente, en 1919, Soupault entraba en una cantidad
de inmuebles imposibles para preguntar si allí vivía Philip-
pe Soupault. Pienso que no se hubiera asombrado ante una
respuesta afirmativa de la encargada. Habría llamado a su
propia puerta.
) 6 7 (
PRIMER MANIFIESTO
Y entonces me invade un deseo inmenso de juzgar
con indulgencia el ensueño científico, tan impropio, al
fin de cuentas, desde cualquier punto de vista. ¿Los sin
hijos ? 12 Bueno. ¿La sífilis? Como usted quiera. ¿La
fotografía? No tengo inconveniente. ¿El cine? Bravo
por las salas oscuras. ¿La guerra? Nos divertimos bien.
¿El teléfono? Hola, sí. ¿La juventud? Encantadores
cabellos blancos. Trate de hacerme decir gracias: “Gra-
cias”. Gracias... La gran estima que demuestra el vulgo
por las investigaciones de laboratorio propiamente di-
chas se debe a que conducen a la invención de máqui-
nas, al descubrimiento de sueros, cosas todas en las
cuales se considera directamente interesado. No duda
ni un instante que tienen por objeto mejorar su suerte.
No podría decir yo exactamente en qué proporción
entran los puntos de vista humanitarios en el ideal de los
sabios, pero no creo que lleguen a constituir un cúmulo
excesivo de bondad. Hablo, entiéndase bien, de los
sabios auténticos y no de los vulgarizadores de toda
calaña que se hacen extender un diploma. Creo, tanto
en éste como en otros terrenos, en la pura alegría su-
rrealista del hombre que, consciente del fracaso reite-
rado de todos los demás, no se da por vencido, parte
desde donde quiere y por un camino absolutamente
distinto del camino razonable, llega hasta donde puede.
Tal o cual imagen con que le parecerá oportuno ir
jalonando su derrotero, y que quizá le signifique el
reconocimiento público, me dejan — debo confesarlo —
absolutamente indiferente. El material que necesita
acumular a su alrededor tampoco me impone respeto:
ni sus tubos de vidrio ni mis plumas metálicas. En cuanto
a su método, no doy más por él que por el mío; he visto
actuar al inventor del reflejo cutáneo plantar; manipu-
laba sin descanso sus sujetos; y lo que practicaba era
algo muy distinto de un examen: resultaba evidente que
no se subordinaba a ningún plan . Aquí y allá hacía una
observación, como de lejos, sin dejar su alfiler y sin
interrumpir la carrera de su martillo de reflejos. La
tarea fútil de tratar los enfermos la delegaba en otros.
Estaba totalmente absorbido por esa fiebre sagrada.
El surrealismo tal como lo concibo proclama lo bas-
tante nuestro disconformismo absoluto para que se le
pueda citar en el proceso al mundo real como testigo de
descargo. Por el contrario, sólo sabría justificar el esta-
do de completa distracción que tenemos la esperanza
de alcanzar aquí abajo. La distracción de la mujer en
Kant, la distracción “de las uvas” en Pasteur, la distrac-
ción de los vehículos en Curie, son, a este respecto,
profundamente sintomáticas. Sólo de un modo muy
relativo este mundo está hecho a la medida del pensa-
miento, y las incidencias de este género constituyen tan
solo los episodios sobresalientes de un guerra de inde-
pendencia en la que me precio de participar. El surrea-
lismo es el “rayo invisible” que nos permitirá un día
triunfar de nuestros adversarios. “No tiembles, adefe-
sio”. Este verano las rosas son azules; la madera es
vidrio, la tierraenvuelta en su verdor me impresiona tan
poco como un aparecido. Vivir y dejar de vivir son
soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte.
Advertencia para la reedición del Segundo manifiesto
(1946)
Estoy persuadido, al permitir que reaparezca hoy el Se-
gundo manifiesto del surrealismo, de que el tiempo se ha
encargado de suavizar por mí sus aristas polémicas.
Deseo que haya corregido, aunque sea hasta cierto punto
a mis expensas, los juicios a veces apresurados que emití
sobre diversos comportamientos individuales tal como
creí verlos delinearse entonces. Este aspecto del texto sólo
puede justificarse ante quienes se tomen el trabajo de
situar el Segundo manifiesto en el clima intelectual del
año que lo vio nacer. Justamente alrededor de 1930, los
espíritus liberados adquieren conciencia del próximo e
ineluctable retomo de la catástrofe mundial A la difusa
desorientación resultante, admito que se superpuso en mí
otra preocupación: ¿cómo sustraer a la corriente cada
vez más imperiosa, la barca que algunos de nosotros
habíamos constmido con nuestras propias manos para
remontar esa misma corriente? Ante mis propios ojos, las
páginas que siguen evidencian molestos rasgos de nervio-
sidad. Tienen en cuenta agravios de importancia desi-
gual: no hay duda que algunas defecciones fueron
dolorosamente sentidas, y que la actitud — completa-
) 7 3 (
mente incidental — frente a los casos de Baudelaire, de
Rimbaud, induciría a pensar, en un primer momento, si
se la toma aisladamente, que los más vapuleados po-
drían muy bien ser aquellos que fueron depositarios de la
mayor confianza inicial, aquellos de quienes más se ha-
bía esperado. Con la perspectiva del tiempo, la mayor
parte de ellos han llegado a comprenderlo tan bien como
yo, de modo que entre nosotros se produjeron ciertos
acercamientos, al mismo tiempo que acuerdos de apa-
riencia más durable eran a su vez denunciados. Una
asociación de hombres como la que permitió la edifica-
ción del surrealismo — tan ambiciosay apasionada como
no se había conocido igual por lo menos desde el sansi-
monismo — no deja de obedecer a ciertas leyes de fluc-
tuación que justifican muy humanamente la incapaci-
dad de una firme decisión desde el interior. Los recien-
tes acontecimientos, al encontrar alineados en le mis-
mo frente a todos aquellos que el Segundo manifiesto
enjuicia, demuestran que su formación común fue sa-
na, y confieren objetivamente un límite razonable a sus
altercados. En la medida en que algunos de ellos han
podido ser víctimas de los acontecimientos o, de un
modo más general, víctimas de la vida — pienso en
Desnos, en Artaud — me apresuro a declarar que los
yerros que me aconteció adjudicarles caen por su pro-
pio peso, como también en el caso de Politzer — cuya
actividad se ha concretado permanentemente fuera del
surrealismo, razón por la cual no tenía por qué rendir
al surrealismo cuentas de ella — no me avergüenza
reconocer que me equivoqué en un todo en cuanto a su
personalidad.
Lo que a quince años de distancia aparece como
vulnerable en algunas de mis presunciones contra unos y
otros, no me quita libertad para alzarme contra la afir-
) 7 4 (
SEGUN DO MANIFIESTO
mación recientemente emitida * de que en el seno del
surrealismo las divergencias políticas habrían estado de-
terminadas por “ cuestiones personales ”. Las cuestiones
personales sólo fueron discutidas por nosotros a poste-
riori y no llegaron a hacerse públicas sino en los casos
en que podían pasar por flagrantes transgresiones — que
repercutirían en la historia de nuestro movimiento — a
los principios fundamentales sobre los cuales se asentaba
nuestro acuerdo. Se trataba entonces, y todavía se trata,
del mantenimiento de una plataforma lo bastante móvil
para enfrentar los cambiantes aspectos del problema de
la vida, al mismo tiempo que lo bastante estable para
testificar sobre la no ruptura de cierto número de com-
promisos mutuos — y públicos — contraídos en la época
de nuestra juventud. Los panfletos con que unos surrea-
listas fulminaban, como ha podido decirse, a los otros,
atestiguan, ante todo, la imposibilidad para ellos de si-
tuar el debate a menor nivel Si la vehemencia de la
expresión parece en ellos desproporcionada, a veces, a la
desviación, al error o a la “falta ” que pretenden estigma-
tizar, creo que, fuera del juego de cierta ambivalencia de
sentimientos a la que ya hice alusión, ello debe atribuirse
al malestar del tiempo, y también a la influencia formal
de buena parte de la literatura revolucionaria, en la que
conviven la expresión de ideas generales y rigurosas con
todo un alarde de arranques agresivos de poca monta
dirigidos a tal o cual de sus contemporáneos."
* Ver Jules Monnerot: La poésie modeme et le sacré,
pág. 189.
* * Ver Miseria de la filosofía, Anti-Dühring, Materialismo
y empiriocriticismo, etc.
) 7 5 (
4 » 4 *
ANALES MEDICOS - PSICOLOGICOS
DIARIO
DE LA
ALIENACION MENTAL
Y DE
LA MEDICINA LEGAL DE LOS ALIENADOS
CRONICA*
LEGITIMA DEFENSA
En el último número de los Anales Médico - psicológi-
cos, el doctor A. Rodiet, en el curso de una interesante
crónica, habló de los riesgos profesionales del médico de
hospicio. Citó los recientes atentados de los que fueron
víctimas muchos de nuestros colegas e investigó los me-
dios de protegemos eficazmente contra el peligro que
representa el contacto permanente del psiquiatra con el
alienado y su familia.
Pero el alienado y su familia constituyen un peligro
que yo calificaría de “endógeno está ligado a nuestra
misión, y es su corolario obligado. Simplemente lo acep-
tamos. No sucede lo mismo con un peligro que yo deno-
minaría “exógeno” y que, éste sí, merece toda nuestra
*Ann méd. psych., 12 a serie, t. II, noviembre de 1929.
) 7 7 (
atención. Pareciera que debiera provocar reacciones más
importantes de nuestra parte.
He aquí un ejemplo particularmente significativo: uno
de nuestros enfermos , maníaco reivindicador, perseguido
y especialmente peligroso, me proponía, con suave ironía,
la lectura de un libro que circulaba libremente en las
manos de otros alienados. Ese libro, recientemente publi-
cado por las ediciones de la Nouvelle Revue Frangaise,
parecería recomendable por su origen editorial y su pre-
sentación correcta e inofensiva. Era Nadja, de Andró
Bretón. Florecía allí el surrealismo con su voluntaria
incoherencia, sus capítulos, hábilmente deshilvanados, y
ese arte delicado que consiste en mistificar al lector. En
medio de extravagantes dibujos simbólicos, se encontra-
ba la fotografía del profesor Claude. Un capítulo, en
efecto, nos estaba especialmente consagrado. Los infor-
tunados psiquiatras eran allí copiosamente injuriados, y
un pasaje (marcado con un trozo de lápiz azul por el
enfermo que nos había ofrecido tan amablemente ese
libro) atrajo muy particularmente nuestra atención; con-
tenía estas frases: “Sé que si estuviera loco, a los pocos
días de estar internado aprovecharía una remisión de mi
delirio para asesinar fríamente al que se pusiera a mi
alcance, con preferencia al médico. Por lo menos gana-
ría, como los lóeos furiosos, que me colocaran en una
celda individual Quizás también me dejaran en paz. ”
No se puede encontrar una incitación al homicidio
más característica. Sólo provocará nuestro orgulloso
desdén o quizás apenas llegue a rozar nuestra indolente
indiferencia.
Recurrir, en casos semejantes, a la autoridad superior,
nos parecería dar muestras de un alborotamiento tan fuera
de lugar que no nos animaríamos ni a pensarlo. Y sin
embargo, hechos de ese género se multiplican iodos los días.
) 7 8 (
SEGUNDO MANIFIESTO
Considero que nuestra displicencia es culpable en
gran parte. Nuestro silencio puede hacer sospechar de
nuestra buena fe, y alentar todas las audacias.
¿Porqué nuestras sociedades, nuestra corporación, no
han de reaccionar ante tales incidentes, trátese de un
hecho colectivo o de un caso individual? ¿Por qué no
hacer llegar una nota de protesta a un editor que publica
una obra como Nadja, y por qué no intentar una acción
judicial contra un autor que, en nuestra opinión, ha
rebasado los límites del decoro?
Creo que sería interesante (y constituiría nuestro úni-
co medio de defensa) encarar en el marco de nuestra
corporación, por ejemplo, la constitución de un comité
encargado especialmente de estas cuestiones.
El doctor Rodiet terminaba su crónica con estas pa-
labras: “El médico de hospicio puede reivindicar con
justo título el derecho de ser protegido sin restricción por
la sociedad que él mismo defiende... ”
Pero la sociedad parece olvidar a veces la reciprocidad
de los deberes. A nosotros toca el recordárselo.
£
I!
PaulAbély
I
) 7 9 (
SEGUNDO MANIFIESTO
SOCIEDAD MEDICO - PSICOLOGICA
Sesión del 28 de octubre de 1929
Habiendo presentado el señor Abéfy una comunicación
sobre las tendencias de los autores que se denominan
surrealistas y sobre los ataques que dirigen contra los
médicos alienistas, esta comunicación da lugar a la si-
guiente discusión :
Discusión
Dr. de CLÉRAMBAULT: Pregunto al profesor Janet
qué vínculos existen entre el estado mental de los sujetos I
y los caracteres de su producción.
P. JANET: El manifiesto del surrealismo incluye una
introducción filosófica digna de atención. Los surrealis-
tas sostienen que la realidad es fea por definición; la
belleza sólo existe en lo que no es real El hombre intro-
duce la belleza en el mundo. Para producir lo bello hay
que apartarse en lo posible de la realidad.
Las obras de los surrealistas constituyen principal-
mente confesiones de obsesos y escépticos.
Dr. de Clérambault: Los artistas excesivistas que
lanzan modas impertinentes, a veces con el apoyo de
manifiestos que condenan todas las tradiciones, me pa- !
rece que, desde el punto de vista técnico, y cualquiera que k
sea el nombre que ellos adopten (y cualquiera que sea el »
género de arte y la época incriminada), pueden ser todos
calificados de “procedistas”. El procedismo consiste en
ahorrarse el esfuerzo de pensar, y especialmente el de la
observación, para aplicarse a una factura o a una fórmu-
la determinadas, con el cuidado de producir un efecto
único, esquemático y convencional: de ese modo se logra
una producción rápida, con las apariencias de un estilo,
y soslayando las críticas que una similitud con la vida
facilitaría. Descubrir esta degradación del trabajo resulta
particularmente fácil en el terreno de las artes plásticas;
pero puede ser igualmente demostrada en el dominio
verbal.
El género de orgulloso pereza que engendra o que
favorece el procedismo, no es privativo de nuestra época.
En el siglo xvi los conceptistas, gongoristasy eufuistas;
en el siglo xvn, los preciosistas fueron todos procedistas.
Vadius y Trissotin eran procedistas, aunque más mode-
rados y laboriosos que los de hoy, quizás porque ellos
escribían para un público más selecto y erudito.
En los dominios de la plástica, el auge del procedismo
parece datar tan sólo del último siglo.
P. Janet: En apoyo de la opinión del Dr. Clérambault
traigo a colación ciertos “procedimientos "de los surrea-
listas. Sacan, por ejemplo, cinco palabras al azar del
interior de un sombrero y realizan series de asociaciones
con esa cinco palabras. En la Introducción al Surrealis-
mo se da a conocer toda una historia con estas dos
palabras : pavo y sombrero de copa.
Dr. de Clérambault: En una parte de su exposi-
ción, el doctor Abéfy les ha revelado una campaña de
difamación. Este punto merece ser comentado.
La difamación forma parte de los riesgos profesiona-
les del alienista; ella nos ataca, si la ocasión se presenta,
con motivo de nuestras funciones administrativas o de
) 8 0 (
) 8 1 (
SEGUNDO MANIFIESTO
nuestra acción como expertos: sería justo que la autori-
dad que nos designa nos protegiera.
Contra todos los riesgos profesionales, de cualquier
naturaleza que fueren, el técnico debería estar garanti-
zado por disposiciones precisas que le aseguraran ayuda
inmediata y permanente. Estos riesgos no son sólo de
orden material, sino también moraL La preservación
contra esos riesgos implicaría socorros, subsidios, apoyo
jurídico y judicial, indemnizaciones, y hasta, a veces, una
pensión permanente y total En la fase de urgencia, los
gastos de asistencia pueden ser cubiertos por una Caja de
seguro mutuo ; pero en última instancia deben ser solven-
tados por la autoridad misma durante cuyo servicio se
han sufrido los daños.
La sesión se levanta a las 18 horas.
Uno de los secretarios,
Guiraud
- *
A despecho de los caminos particulares de cada uno de
los que han proclamado o proclaman su afinidad con el
surrealismo, se acabará por conceder que éste no pro-
pendió sino a provocar, desde el punto de vista intelec-
tual y moral, una crisis de conciencia de una índole lo
más general y lo más grave posible: el haber o no alcan-
zado este objetivo será lo único que decidirá sobre su
éxito o fracaso histórico.
Desde el punto de vista intelectual se trataba, y aún
se trata, de comprobar por cualquier medio, y de poner
en evidencia, a cualquier precio, el carácter facticio de
las viejas antinomias hipócritamente destinadas a pre-
venir toda inoportuna agitación del hombre, sea incul-
cándole el convencimiento de la indigencia de sus
posibilidades, sea prohibiéndole zafarse, en una valede-
ra medida, de la opresión universal. El espantajo de la
muerte, los cafés cantantes del más allá, el naufragio de
la más bella razón en el sueño, la abrumadora cortina
del porvenir, las torres de Babel, los espejos de la
inconsistencia, el infranqueable muro del dinero salpi-
cado de sesos, todas esas imágenes tan impresionantes
de la catástrofe humana no son quizás sino imágenes.
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) 8 2 (
) 8 3 (
Todo nos induce a creer que existe un punto del espíritu
donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo
pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable,
lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos como contra-
dictorios. Sería vano buscar en la actividad surrealista
otro móvil que la esperanza de determinar ese punto.
De aquí se desprende claramente cuán absurdo resul-
taría adjudicarle una orientación exclusivamente des-
tructora o constructora: el punto en cuestión es afortiori
aquel en que la construcción y la destrucción dejan de
ser blandidas la una contra la otra. También es evidente
que el surrealismo no está interesado en todo lo que se
produce a su alrededor con los pretextos de arte o
anti-arte, de filosofía o antifilosofía; en una palabra, en
todo aquello cuya finalidad no sea el aniquilamiento del
ser en un diamante interior y ciego, que puede ser tanto
el alma del hielo como la del fuego. ¿Qué pueden
esperar de la experiencia surrealista quienes todavía
conservan alguna preocupación por el lugar que ocupa-
rán en el mundo ? En ese lugar mental donde sólo cabe
emprender para sí mismo un peligroso aunque —así
creemos— supremo reconocimiento, no puede ser
cuestión de atribuir la menor importancia a los pasos de
los que llegan o se van, ya que esos pasos se producen
en una región donde, por definición, el surrealismo no
tiene oídos. No seria deseable que éste dependiera del
humor de tales o cuales hombres. La declaración de su
capacidad para arrancar al pensamiento, por métodos
que le son propios, de una servidumbre cada vez más
dura, y para restituirlo al camino de la comprensión
integral, devolviéndole su pureza primitiva, es justifica-
tivo suficiente para que se le juzgue sólo por lo que ha
hecho y por lo que le resta hacer para dar cumplimiento
a su promesa.
) 8 4 (
S E G U N DO MANIFIESTO
Antes de proceder a una rendición de cuentas es
importante saber a qué clase de virtudes morales recu-
rre el surrealismo, ya que hunde sus raíces en la vida — y
no es, sin duda, por azar que lo hace en la vida de este
tiempo — en el momento en que yo recargo esta vida de
anécdotas tales como el cielo, el ruido de un reloj, el
frío, un malestar, vale decir que vuelvo a hablar de ella
de un modo corriente. Nadie está exento de pensar en
esas cosas, o de tener apego a un peldaño cualquiera de
esa escala degradada, a no ser que haya superado la
última etapa del ascetismo. Es justamente desde el
repugnante hervidero de esas representaciones caren-
tes de sentido que nace y se nutre el deseo de ir más allá
de la insuficiente y absurda distinción entre lo bello y lo
feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como del
grado de resistencia que esta idea de elección encuentra
depende el vuelo más o menos seguro del espíritu hacia
un mundo por fin habitable, se concibe que el surrealis-
mo no tema hacer un dogma de la rebelión absoluta, de
la insumición total, del sabotaje sistematizado, y que no
espere ya nada que no provenga de la violencia. El acto
surrealista más simple consiste en salir a la calle empu-
ñando revólveres y tirar sobre la multitud al azar cuantas
veces sea posible. Quien no ha tenido, siquiera una vez,
deseos de acabar de ese modo con el pequeño sistema
de envilecimiento y cretinización en vigor tiene su lugar
señalado en esa multitud, con su vientre a la altura del
tiro*. La legitimidad de tal acto no es — en mi criterio —
* Sé que estas dos últimas frases van a colmar de gozo a
cierto número de babiecas que tratan, desde hace mucho
tiempo, de oponerme a mí mismo. ¿Así que yo digo que
“el acto surrealista más simple...”? Peroentonces...ymien-
tras unos, que se sienten aludidos, aprovechan para pre-
guntarme “qué estoy esperando”, los otros me acusan de
) 8 5 (
en absoluto incompatible con la creencia en ese resplan-
dor que el surrealismo intenta descubrir en el fondo de
nosotros. Sólo he querido dar entrada aquí a la deses-
peración humana, fuera de la cual no hay nada capaz de
justificar esta creencia. Es imposible estar de acuerdo
con una prescindiendo de la otra, y quien fingiera adop-
tar dicha creencia sin participar realmente de esta de-
sesperación no tardaría en tomar apariencia de enemigo
a los ojos de los que comprenden. Parece cada vez
menos necesario buscar precursores de esta disposición
espiritual, que encontramos tan ocupada consigo mis-
ma, y que denominamos surrealista. En lo que a mí
respecta no me opongo a que los cronistas, judiciales y
otros, la consideren específicamente moderna. Deposi-
to más confianza en este instante actual de mi pensa-
anarquía y quieren hacer creer que me han sorprendido en
flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada me
resulta más fácil que echar a perder a esas gentes su pobre
efecto. Es verdad, me preocupa saber si un ser está dotado
de violencia antes de preguntarme si en ese ser la violencia
transige o no transige. Creo en la virtud absoluta de todo lo
que se ejerce, espontáneamente o no, en el sentido del
disconformismo, y no son las razones de eficacia general
en las que se inspira la larga paciencia prerrevolucionaria
razones ante las cuales me inclino — las que me volverán
insensible al grito que pueda arrancamos, a cada instante,
la terrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que
se ha perdido, entre lo que ha sido otorgado y lo que se ha
soportado. Está claro que no es mi intención recomendar
este acto que llamo el más simple nada más que porque es
simple, y buscarme querella a causa de él sería igual que
preguntar burguesamente a todo no conformista por qué
no se suicida o a todo revolucionario por qué no va a vivir
a la URSS. ¡Con buena música se vienen! La prisa que
tienen algunos por verme desaparecer y mi gusto natural
por la agitación bastarían para disuadirme de dejar libre
tan fácilmente el “campo”.
) 8 6 (
SEGUNDO MANI F I b S I U
miento que en toda la significación que quiera dársele
a una obra acabada, a una vida humana llegada a su
término. Nada más estéril, en definitiva, que esa perpe-
tua interrogación a los muertos: ¿Se convirtió Rimbaud
la víspera de su muerte? ¿Se encuentran en el testamen-
to de Lenin los elementos para una condenación de la
política actual de la III Internacional? ¿Un defecto
físico insoportable y de índole puramente personal fue
la causa del pesimismo de Alfonso Rabbe? ¿Se mani-
festó Sade en plena Convención como contrarrevolu-
cionario? Basta con plantear estas cuestiones para tener
idea de la fragilidad del testimonio de los que ya no
existen. Hay demasiados canallas interesados en el éxito
de esta empresa de desvalijamiento espiritual para que
yo los siga en ese terreno. En cuestión de rebeldía
ninguno de nosotros debe tener necesidad de antepasa-
dos. Tengo que precisar que, en mi opinión, es necesa-
rio desconfiar del culto a los hombres, por grandes que
en apariencia sean. Con la excepción de uno solo, Lau-
tréamont, no veo quién no haya dejado algún rastro
equívoco de su paso por el mundo. Inútil discutir sobre
Rimbaud: Rimbaud se engaño, Rimbaud quiso enga-
ñarnos. Es culpable ante nosotros de haber permitido,
de no haber hecho imposibles, ciertas deshonrosas in-
terpretaciones de su pensamiento al estilo Claudel.
Tanto pero también para Baudelaire ( Oh Satan... ) y
esta regla eterna de su vida: Rezar todas las mañanas
mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y justicia, a mi
padre, a Mariette, y a Poe , como intercesores . El dere-
cho a contradecirse, admitámoslo; ¡pero hay un límite!
¿A Dios, a Poe? ¿Poe, a quien en las revistas policiales
se lo tiene, con justo título, por el maestro de los policías
científicos (De Sherlock Holmes a Paul Valéry...)? ¿No
es vergonzoso presentar bajo una luz seductora de inte-
) 8 7 (
4* íi* w
lectualidad a un tipo de policía, siempre de policía , y
dotar al mundo de un método policíaco? Escupamos de
paso sobre Edgar Poe.*
Si gracias al surrealismo podemos desechar sin vaci-
laciones la idea según la cual las cosas que “existen” son
las únicas posibles, y si sostenemos que por un camino
que “existe”, que podemos mostrar y ayudar a seguir, se
puede llegar hasta lo que se afirmaba que no existe; si
no encontramos palabras suficientes para estigmatizar
la bajeza del pensamiento occidental; si no tememos
entrar en insurrección contra la lógica; si no juráramos
♦
En el momento de la publicación original de Mane Roget,
las notas colocadas al pie de página habían sido considera-
das superfluas. Pero muchos años han transcurrido después
del drama en el que está basado este relato, y nos ha parecido
bien agregarlas aquí, junto con alpinas palabras de explica-
ción relativas al propósito general Una muchacha, Mary
Cecilia Rogers, fue asesinada en los alrededores de Nueva
York, y aunque su muerte excitó un interés intenso y persist-
ente, el misterio de que estaba rodeada todavía no se había
resuelto en la época en que este trozo fue escrito y publicado
( noviembre de 1842). Aquí, con el pretexto de contar el
destino de una chiquilla parisiense, el autor ha trazado mi-
nuciosamente los hechos esenciales, así como los no esencia-
les y simplemente paralelos del homicidio real de Mary
Rogers. De este modo, todo argumento fundado en la ficción
es aplicable a la verdad; y la búsqueda de la verdades la meta.
El misterio de Mane Roget fue compuesto lejos del teatro
del crimen, y sin otros medios de investigación que los perió-
dicos que el autor pudo procurarse. De este modo careció de
muchos documentos que le hubiesen sido útiles, de haber
estado en el país e inspeccionado los lugares. No resulta
inútil recordar, sin embargo, que las confesiones de dos
personas (una de ellas la Madame Deluc de la novela ),
hechas en épocas distintas y mucho tiempo después de esta
publicación, han confirmado plenamente no sólo la con-
clusión general sino también todos los principales detalles
hipotéticos en los que esa conclusión se había fundado”.
(Nota de introducción al Misterio de Marie Roget).
) 8 8 (
nunca que un acto cumplido durante el sueño tiene
menos sentido que uno ejecutado despierto; si ni siquie-
ra estamos seguros de que no terminaremos un día
(mientras tanto yo escribo: un día; yo escribo: mientras
tanto), que no terminaremos de una vez con el tiempo ,
vieja farsa siniestra, tren en perpetuo descarrilamiento,
pulso loco, inextricable amontonamiento de bestias que
revientan o ya reventaron, ¿cómo se pretende que de-
mostremos ternura o incluso tolerancia frente a un
aparato de conservación social de cualquiera clase?
Sería el único delirio realmente inaceptable para noso-
tros. Todo está por hacerse y todos los medios deben
ser buenos para destruir las ideas de familia, patria,
religión. Por conocida que sea la posición surrealista a
este respecto, es necesario insistir que no implica con-
cesiones. Los que hemos tomado la responsabilidad de
sostenerla persistimos en anteponer esa negación liqui-
dando todo otro criterio de valor; estamos dispuestos a
gozar plenamente de la aflicción tan bien fingida con la
que el público burgués (siempre tan innoblemente dis-
puesto a perdonarnos ciertos “errores de juventud )
acoge la irresistible necesidad que nunca nos abandona
de revolearnos de risa ante la bandera francesa, de
vomitar de asco al rostro de todos los sacerdotes, y hacer
blanco en la ralea de los “deberes esenciales” con el
arma de largo alcance del cinismo sexual. Combatimos
la indiferencia poética en todas sus formas; el arte como
distracción, la investigación erudita, la especulación
pura; no queremos nada en común con los pequeños o
grandes ahorristas del espíritu. Todas las cobardías,
todas las abdicaciones, todas las traiciones posibles no
nos impedirán que acabemos con esas bagatelas. Es
interesante observar además que, librados a sí mismos,
aquellos que nos han puesto en la necesidad de dejarlos
) 8 9 (
SEGUNDO MANIFIESTO
de lado, bien pronto perdieron pie, teniendo que recu-
rrir a los más miserables expedientes para recobrar el
favor de los defensores del orden, grandes partidarios
todos de un rasero que iguala las cabezas. Una fidelidad
sin desfallecimientos a las obligaciones del surrealismo
supone un desinterés, un desprecio por los riesgos, un
rechazo de toda transacción, que muy pocos son capa-
ces de mantener por largo tiempo. Aunque no quedara
ninguno de los que en los comienzos hicieron depender
sus perspectivas de significación y su afán de verdad, del
surrealismo, éste seguiría viviendo. De todas maneras
ya es demasiado tarde para que el grano no germine
hasta el infinito en el terreno humano, en compañía del
miedo y otras variedades de malezas que han de dar
cuenta de todo. A esto se debe que me haya propuesto,
como lo atestigua el prefacio a la reedición del Mani-
fiesto del surrealismo (1929), abandonar silenciosamen-
te a su triste destino a cierto número de individuos que
me dan la impresión de haberse hecho justicia a sí
mismos: es el caso de Artaud, Carrive, Delteil, Gérard,
Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, citados en la pri-
mera edición del Manifiesto (1924), y de otros más.
Habiendo cometido el primero de estos señores la im-
prudencia de lamentarse, creo oportuno modificar mi
primera intención:
“Hay — escribe Artaud a L’Intransigeant, el 10 de
setiembre de 1929 — en la nota sobre el Manifiesto del
surrealismo aparecida en L’Intransigeant del 24 de
agosto último, una frase que despierta muchas cosas: ‘El
señor Bretón no ha considerado oportuno hacer ningu-
na corrección en esta reedición de su libro -especial-
mente en lo que se refiere a nombres — , y tal cosa le
honra, aunque de todos modos las rectificaciones se
hacen solas’. Lo que Bretón invoca como honor para
) 9 0 (
juzgar a cierto número de personas a las que se refieren
las rectificaciones supradichas tiene que ver con una
moral de secta con la que ha estado infectada hasta
ahora sólo una reducida minoría literaria. Hay que dejar
a los surrealistas esos juegos de papelillos comprome-
tedores 13 . Por otra parte, todo lo ocurrido hace un año
en el asunto Ensueño se aviene mal con la palabra
honor”.
Me cuidaré de polemizar con el firmante de tal carta
sobre el sentido absolutamente preciso que yo le doy a
la palabra honor. No hubiese yo dado importancia al
hecho de que un actor, teniendo como norte el lucro o
la pequeña gloria, pusiera en escena suntuosamente una
obra del vacío Strindberg, a la que ni él mismo concede
importancia; repito, que no encontraría nada de parti-
cularmente reprochable si este actor no se hubiese pre-
sentado de cuando en cuando como hombre de
pensamiento, de furor y de sangre, o no hubiese sido el
que en algunas páginas de La Révolution Surréaliste
ardía, según él, en el deseo de quemarlo todo, y preten-
día no esperar nada sino de “ese grito del espíritu que
se vuelve hacia sí mismo, decidido a pulverizar desespe-
radamente todas sus trabas”. Mas, ¡ay!, fue ése tan sólo
un papel que representó como tantos otros. Montó El
Ensueño de Strindberg al saber que la embajada sueca
costearía los gastos (Artaud no ignora que yo puedo
demostrarlo), y aun advirtiendo que con eso calificaba
el valor moral de la empresa, no le importó. Siempre
evocaré a Artaud con dos polizontes a sus flancos en la
puerta del teatro Alfred Jarry azuzando a una veintena
más de gendarmes contra ios únicos amigos que todavía
la víspera había reconocido como tales, habiendo pre-
viamente negociado en la comisaría el arresto de los
mismos. Todo esto justifica de sobra que Artaud en-
) 9 1 (
SEGUNDO MANIFIESTO
cuentre molesto el que yo hable de honor.
Aragón y yo hemos podido comprobar, por la acogi-
da que tuvo nuestro aporte crítico en el número especial
de Variété: “El surrealismo en 1929”, que la molestia
cada vez menor que experimentamos, a medida que
pasa el tiempo, para establecer la calificación moral de
las personas, que la desenvoltura con que el surrealismo
se jacta de agradecer los servicios prestados a quien-
quiera que sea, ante la menor claudicación, no es del
gusto de algunos canallas de la prensa, para quienes la
dignidad del hombre sólo constituye motivo de mofa.
¿Qué idea es ésa de exigir tanto de la gente de un
dominio que, salvo algunas excepciones románticas:
suicidio y demás, hasta ahora resulta muy poco contro-
lado? ¿Para qué seguir afectando repulsión? Un policía,
algunos vividores, dos o tres rufianes de la pluma, algu-
nos desequilibrados, un cretino, a los cuales nada se
opondría a que se les reunieran un pequeño número de
seres sensatos, firmes y probos, que se calificaría de
energúmenos, ¿no tendríamos aquí todo lo necesario
para formar un equipo divertido, inofensivo, exacta-
mente a la imagen de la vida, un equipo de hombres
pagados por partido, y que ganan acumulando tantos?
Mierda.
La confianza del surrealismo no puede estar ni bien
ni mal colocada, por la simple razón de que no está
colocada en ninguna parte. Ni en el mundo sensible, ni
de un modo sensible fuera de tal mundo, ni en la conti-
nuidad de las asociaciones mentales que hacen depen-
der muestra existencia de una necesidad natural o de un
capricho superior, ni en el interés que podría tener el
“espíritu” en entendérselas con nuestra clientela de
paso. Y mucho menos aún — y esto se sobreentiende —
) 9 2 (
en los recursos cambiantes de los que han comenzado
por depositar su fe en él. No es un hombre cuya rebeldía
se canaliza y se agota quien podrá impedir que esa
rebeldía siga rugiendo amenazadora, ni podrán tampo-
co impedir por muchos que esos hombres sean —y la
historia es casi sólo una crónica de su ascender de
rodillas — que esta rebelión logre domar, en los grandes
instantes oscuros, a la bestia siempre renaciente del
“conviene más”. A estas horas hay todavía por el mun-
do, en los colegios, hasta en los talleres,* en las calles,
en los seminarios, en los cuarteles, seres jóvenes, puros,
que rehúsan doblegarse. Sólo a ellos me dirijo, para
ellos acometo la empresa de defender al surrealismo de
la acusación de ser apenas un pasatiempo intelectual
como cualquier otro. Que ellos indaguen, sin prejuicios,
qué es lo que hemos querido hacer, que nos ayuden o,
de lo contrario, que nos releven uno a uno, si fuera
necesario. No vale la pena que nos defendamos de la
acusación de haber pretendido formar un círculo cerra-
* ¿Hasta? se dirán. Nos corresponde a nosotros, en efecto
— sin tolerar por eso que se embote la punta de curiosidad
específicamente intelectual con la que el surrealismo irrita
en su propio terreno a los especialistas de la poesía, del
arte y de la psicología a puerta cerrada — , a nosotros nos
corresponde, repito, aproximamos, con la paciencia que
se requiere, y sin sacudidas , al entendimiento con el obre-
ro, poco apto, por definición, para seguimos en una serie
de pasos que no implican, en todos los casos, el punto de
vista revolucionario de la lucha de clases. Somos los pri-
meros en deplorar que la única parte interesante de la
sociedad sea mantenida sistemáticamente apartada de lo
que ocupa la cabeza de la otra, y que sólo tenga tiempo
para las ideas que han de servir directamente a su emanci-
pación, lo que la induce a confundir en una desconfianza
sumaria todo lo que se emprende al margen de ella, de
buen o mal grado, por la sola razón de que el problema
) 9 3(
do, y únicamente pueden sacar provecho de propagar
tal rumor aquellos cuyo acuerdo más o menos breve con
nosotros ha sido denunciado por nosotros por vicio
redhibitorio. A éstos pertenece el señor Artaud, como
ya se ha visto, y como se hubiese podido confirmar
cuando clamaba por su madre al ser abofeteado por
Pierre Unik en un corredor de hotel. A éstos también
pertenece el señor Carrive, incapaz de encarar proble-
mas como el político y el sexual de otro modo que no
fuera bajo el ángulo del terrorismo gascón, mísero apo-
logista, al fin de cuentas, del Garine de Maíraux. A ellos
pertenece el señor Delteil con su innoble crónica sobre
el amor en el número 2 de la Révolution Surréaliste
(Dirección Naville) y su aporte a la literatura desde su
exclusión de nuestro grupo: “Los poilus”, “Juana de
Arco”, con lo que no vale la pena insistir. También
social no se puede plantear aislado. No resulta, pues, sor-
prendente que el surrealismo refrene la ambición de dis-
traer, por poco que sea, del curso de sus reflexiones
propias, admirablemente activas, a la juventud que trajina,
mientras que la otra, más o menos cínica, la observa traji-
nar. Por el contrario, ¿quécorresponde al surrealismo sino
comenzar por detener, al borde del conformismo definiti-
vo, a un número limitado de hombres armados únicamente
de escrúpulos, pero en los que no todo permite afirmar
— ni las duras experiencias que han sufrido permiten pro-
bar — que estarán, también ellos, a favor del lujo y en
contra de la miseria? Deseamos continuar manteniendo al
alcance de estos hombres un conjunto de ideas que noso-
tros mismos hemos considerado perturbadoras, evitando
siempre que la comunicación de esas ideas se convierta de
medio — que es lo que debe ser — en objetivo, ya que el
objetivo debe ser la ruina total de las pretensiones de una
casta a la que pertenecemos a pesar nuestro, y que sólo
podremos contribuir a abolir en los demás una vez que las
hayamos suprimido en nosotros mismos.
) 9 4 (
SEGUNDO MANIFIESTO
pertenece a ellos el Sr. Gérard, único en su género,
eliminado realmente por imbecilidad congénita, con
una evolución distinta del caso anterior: quehaceres
menudos en La Lutte de classes , en La Verité lA , nada
importante. Tenemos el señor Limbour, casi desapare-
cido también: escepticismo y coquetería literaria en el
peor sentido de la palabra. También el señor Masson,
cuyas convicciones surrealistas, aunque ostentosamen-
te pregonadas, no resistieron a la lectura de un libro
titulado El surrealismo y la pintura 15 en que el autor,
poco respetuoso-en verdad de tales jerarquías, no creyó
necesario darle más espacio que a Picasso, que Masson
considera un crápula, o a Max Ernst, a quien acusa tan
sólo de no pintar tan bien como él. Estas explicaciones
las recogí de boca del mismo Masson 16 . A ellos perte-
nece Soupault 17 , y con él la infamia total: no hablemos
de lo que publica con su firma sino de lo que no firma:
las notículas que desliza furtivamente — aunque lo nie-
gue con una agitación de rata que da vueltas en el
ratódromo— , como la siguiente, aparecida en el diario
chantajista Aux Ecoutes: “El señor André Bretón, jefe
del grupo surrealista, ha desaparecido de la guarida de la
banda en la calle Jacques Callot (se trata de la antigua
Galería Surrealista). Un amigo surrealista nos informa
que han desaparecido junto con él algunos libros de
contabilidad de la extraña sociedad del barrio latino
dedicada a la supresión de todo. Se nos hace saber
también que el exilio del señor Bretón se ve suavizado por
la deliciosa compañía de una blonda surrealista René
Crevel y Tristan Tzara saben ya quién es el autor de
determinadas revelaciones asombrosas sobre sus vidas,
y de otras imputaciones calumniosas. Por mi parte,
confieso que experimento cierto placer cuando el señor
Artaud intenta hacerme pasar gratuitamente por des-
) 9 5 (
SEGUNDO MANIFIESTO
honesto, así como cuando el señor Soupault tiene la
desfachatez de insinuar que soy un ladrón. Y menciona-
remos finalmente al señor Vitrac, auténtico estercolero
de las ideas —dejémosle la “poesía pura” en compañía
de esa cucaracha de abate Brémond— , pobre pelele de
una ingenuidad tal que le ha hecho confesar que su ideal
como hombre de teatro — ideal que naturalmente com-
parte con Artaud— sería organizar espectáculos que
rivalizaran en belleza con las batidas policiales (declara-
ción del teatro Alfred Jarry, publicada en la Nouvelle
Revue Franqaise)* . Todo esto es —como puede apre-
ciarse— bastante jocoso. Y muchos, muchos más que
no encuentran cabida en esta enumeración, sea porque
su actividad pública es en extremo i nsignif icante, sea
porque su trapacería se ha desarrollado en un terreno
más limitado, o porque hayan salido del paso con algún
rasgo de humor; todos han servido para probarnos que
hay muy pocos hombres, entre los que se ofrecen, capa-
ces de estar a la altura de la intención surrealista, y
también para convencernos de que aquello que a la
primera flaqueza los juzga y los precipita irrevocable-
mente a su pérdida, aunque el número de los que que-
den sea menor que el de los que caen, obra en provecho
de esa intención.
Sería demasiado pedirme que me abstuviera por más
tiempo de este comentario. En la medida de mis recur-
sos estimo que no estoy autorizado a pasar por alto a los
abyectos, a los simuladores, a los arribistas, a los falsos
testigos y a los soplones. El tiempo perdido en la espera
de poder confundirlos puede todavía recuperarse, pero
sólo recuperarse contra ellos. Pienso que esta discrimi-
* “¡Estoy hasta la coronilla de la Revolución!”, su histó-
rica frase en el surrealismo. Evidentemente.
) 9 6 (
nación muy precisa es la única perfectamente digna del
objetivo que perseguimos, pienso que habría cierta ce-
guera mística en subestimar el alcance disolvente de la
estada de estos traidores entre nosotros, como sería la
más lamentable ilusión de carácter positivista suponer
que esos traidores, que sólo han hecho un tanteo, pue-
dan permanecer insensibles a nuestra sanción*.
Y el diablo proteja, una vez más, la idea surrealista,
así como cualquier otra idea que tienda a tomar una
forma concreta, para que pueda someter a ella todo lo
que sea posible imaginar de mejor en el orden de los
hechos , del mismo modo que la idea de amor tiende a
crear un ser, que la idea de revolución tiende a precipi-
tar el día de la revolución, hechos sin los cuales esas
ideas carecerían de sentido — recordemos que la idea
de surrealismo tiende simplemente a la recuperación
total de nuestra energía psíquica por medio del descen-
so vertiginoso en nosotros mismos, la iluminación siste-
mática de los lugares ocultos y el oscurecimiento
progresivo de otros lugares, el paseo perpetuo en el
* No podía haber dado mejor en el clavo: desde que estas
líneas aparecieron por primera vez en la Révolution Surréa-
liste, he podido gozar de tal concierto de imprecaciones
contra mí, que si alguna cosa tuviera que hacerme perdo-
nar en todo esto, sería el haber tardado en provocar esta
hecatombe. Si hay una acusación a la que reconozco haber
dado motivos por mucho tiempo, es seguramente la de
indulgencia, y fuera de mis verdaderos amigos hubo espí-
ritus lúcidos que la formularon. Tengo inclinación, es
verdad, a una tolerancia muy amplia en cuanto a los pre-
textos personales de actividad particular y, más todavía, en
cuanto a los pretextos personales de inactividad general.
Con tal que un corto número de ideas definidas como
comunes no fueran puestas en discusión, he dejado pasar
— puedo insistir en decirlo: he dejado pasar — a éste sus
disparates, a aquél sus tics, a ese otro su falta casi total de
capacidad. Téngase la seguridad de que me corregiré.
) 9 7 (
SEGUNDO MANIFIESTO
corazón mismo de la zona prohibida, y recordemos que
no hay ninguna perspectiva seria de que su actividad cese
en tanto que el hombre sea capaz de distinguir un animal
de una llamarada o de una piedra—, el diablo proteja,
repito, la idea surrealista de comenzar a andar sin avatares.
Es absolutamente necesario que hagamos como si estuvié-
ramos realmente en el mundo para atrevemos después a
formular algunas reservas. Aunque disguste, pues, a los
que se desesperan de vemos abandonar a menudo las
No me molesta haberles dado, yo solo, a los doce firman-
tes de Un cadáver (así denominan demasiado fútilmente al
planfleto que me han consagrado), la oportunidad de ejer-
cer una verba — que en unos había dejado de existir y en
otros nunca había existido — , para hablar con exactitud,
despampanante. Pude comprobar que el asunto que esta
vez tenían entre manos había por lo menos logrado llevar-
los a una exaltación que hasta ahora nada había podido
lograr, hasta el punto de que podría creerse que los más
jadeantes de entre ellos necesitaran, para recobrar aliento,
contar con mi último suspiro. Con todo, gracias, me siento
bastante bien; veo con placer que el profundo conocimien-
to que algunos tienen de mí, por haberme frecuentado
asiduamente durante años, los deja perplejos en cuanto a
la clase de agravio “mortal” que podrían hacerme, y sólo
les sugiere injurias absurdas del tono de las que reproduz-
co, a título de curiosidad, al final del segundo manifiesto.
Juzgan criminal que haya comprado algunos cuadros sin
convertirme después en esclavo de ellos: de creerle a di-
chos señores, en esto estriba positivamente mi culpabili-
dad... y en haber escrito el presente manifiesto.
Que, por propia iniciativa, los diarios, siempre más o
menos mal dispuestos hacia mí, hayan concedido que en
esta circunstancia no ven muy bien lo que se me pueda
reprochar moralmente, me dispensa de entrar a este res-
pecto en detalles ociosos, y me da la medida precisa del mal
que pueden hacerme para que no quiera convencer aún
más a mis enemigos del bien que se me puede hacer
encarnizándose en hacerme ese mal:
) 9 8 (
alturas a las que nos relegan, emprenderé la tarea de
hablar aquí de la actitud política, “artística”, polémica,
que puede, al final de 1929, ser la nuestra, y fuera de
ella, poner en evidencia la oposición que en realidad le
hacen algunos comportamientos individuales, elegidos
entre los más típicos y los más particulares de hoy.
“Acabo, escribe M. A R. de leer Un cadáver : sus amigos
no podían haberle rendido mejor homenaje.
Su generosidad, su solidaridad son impresionantes. Do-
ce contra uno.
Para usted soy un desconocido, pero no un extraño.
Espero que me permitirá testimoniarle mi estima, enviarle
mis saludos.
Si usted quisiera — y en el momento en que lo desee —
organizar una concentración de fuerzas, esa concentración
sería inmensa, y le daría el testimonio de seres que lo
siguen, muchos de los cuales son distintos de usted, pero
como usted generosos y sinceros, y en soledad. En cuanto
a mí, he estado muy interesado estos últimos años en su
acción, en su pensamiento”.
En efecto, espero, no mi día, sino que me atrevo a decir
nuestro día, el de todos nosotros que nos reconoceremos
tarde o temprano por un signo: que no llevamos los brazos
colgando delante como los otros — ¿se han dado cuenta,
hasta los más apurados? — Mi pensamiento no está en
venta. Tengo treinta y cuatro años y creo capaz a mi
pensamiento, más que nunca, de azotar como una carcaja-
da a los que no tienen pensamiento y a los que, habiéndolo
tenido, lo han vendido.
Me gusta pasar por fanático. Quienquiera que deplore
el establecimiento en el plano intelectual de costumbres
tan bárbaras como las que tienden a instituirse y reclame
la infecta cortesía, deberá considerarme uno de los hom-
bres que, metidos en la lucha, menos habrán admitido salir
de ella con algunos tajos decorativos. Nada podrá hacer en
esto la gran nostalgia de los profesores de historia de la
literatura. Desde hace cien años, graves intimaciones se
han hecho. Estamos muy lejos de la dulce, de la suave
“batalla” dcHemani
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SEGUNDO MANIFIESTO
No sé si corresponde contestar aquí a las objeciones
pueriles de los que, computando las conquistas posibles
del surrealismo en el dominio poético, donde se inició
su acción, se inquietan de verle tomar partido en la
querella social, y pretenden que lleva todas las de per-
der. Se debe, sin discusión, a pereza de parte de ellos, o
a la expresión desfigurada del deseo que tienen de
limitarnos. En la esfera de la moralidad —creemos que
Hegel ha dicho de una vez por todas—, en tanto se
distingue de la esfera social, sólo se tiene una convicción
formal, y si mencionamos la verdadera convicción es
para destacar la diferencia, y para evitar la confusión en
que se podría incurrir al considerar la convicción tal
como es aquí, o sea la convicción formal, como si fuera
la convicción verdadera, en tanto que ésta sólo se produce
primeramente en la vida social. (Filosofía del Derecho ) .
Un enjuiciamiento de la suficiencia de esta convicción
formal carece hoy de sentido, y querer que a todo precio
nos atengamos a ella no honra ni la inteligencia ni la
buena fe de nuestros contemporáneos. No existe, desde
Hegel, sistema ideológico alguno que pueda, sin de-
rrumbarse inmediatamente, sustraerse de colmar el va-
cío que dejaría en el pensamiento mismo el principio de
una voluntad que actúa por su propia cuenta y entera-
mente encaminada a reflejarse en sí misma. Cuando
hago recordar que la lealtad, en el sentido hegeliano de
la palabra, sólo puede ser función de la penetrabilidad
de la vida subjetiva por la vida “sustancial” y que, sean
las que fueren las divergencias, esta idea no ha encon-
trado ninguna objeción fundamental por parte de espí-
ritus tan diversos como Feuerbach, quien termina
negando la conciencia como facultad particular; como
Marx, enteramente dominado por la necesidad de mo-
dificar de cabo a rabo las condiciones externas de la vida
) i o o (
social; como Hartmann, que extrae de una teoría del
inconsciente de base ultrapesimista una afirmación nueva
y optimista de nuestra voluntad de vivir; como Freud, que
insiste cada vez más sobre la presión propia del superyo,
pienso que nadie se asombrará de ver al surrealismo
aplicarse, al pasar, a cosas distintas de la resolución de un
problema psicológico, por interesante que éste sea. Es en
nombre del reconocimiento imperioso de esta necesidad
que estimo imposible evitarnos el planteo, del modo más
candente, de la cuestión del régimen social bajo el que
vivimos: me refiero a la aceptación o no aceptación de ese
régimen. En nombre de este reconocimiento resulta más
que tolerable que yo incrimine, de paso, a los tránsfugas
del surrealismo, para quienes lo que yo sostengo aquí es
demasiado difícil o demasiado elevado. Hagan lo que
hagan, aunque saluden con gritos de falsa alegría su propia
retirada, y por más que nos hagan objeto de una grosera
decepción — y con ellos todos los que dicen que tanto vale
un régimen como otro porque de todas maneras el hombre
ser á vencido — no me harán olvidar que no será a ellos, así
espero, sino a mí a quien corresponderá gozar de esa
“ironía” suprema que se aplica a todo y también a los
regímenes. Esa ironía les será rehusada porque está más
allá — pero lo implica previamente— de todo acto volun-
tario que consiste en describir el ciclo de la hipocresía, del
probabilismo, de la voluntad que quiere el bien y de la
convicción. (Hegel: Fenomenología del espíritu).
El surrealismo, si entra especialmente en el camino
de enjuiciar las nociones de realidad e irrealidad, de
razón y sinrazón, de reflexión e impulsión, de saber y
“fatal” ignorancia, de utilidad e inutilidad, etc., presenta
con el materialismo histórico por los menos esa analogía
de tendencia que parte “del colosal aborto” del sistema
) i o i (
hegeliano. Me parece imposible asignar límites -los
del marco económico, por ejemplo—, al ejercicio de un
pensamiento definitivamente agilizado en la negación,
y en la negación de la negación. ¿Cómo admitir que el
método dialéctico no puede aplicarse con validez sino a
la solución de los problemas sociales? Toda la ambición
del surrealismo es suministrarle posibilidades de apli-
cación desvinculadas del dominio consciente más inme-
diato. No veo — aunque disguste a ciertos revoluciona-
rios de espíritu limitado- por qué tendríamos que
abstenernos de agitar; siempre que encaremos desde el
mismo ángulo que ellos encaran la Revolución (y tam-
bién nosotros) los problemas del amor, del sueño, de la
locura, del arte y de la religión . Ahora ya no temo decir
que antes del surrealismo no se había hecho nada siste-
mático en ese sentido, y que en el punto en que lo
habíamos encontrado, también para nosotros “el méto-
do dialéctico bajo su forma hegeliana era inaplicable”.
Se trataba, también para nosotros, de la necesidad de
•
La falsa cita es uno de los sistemas, que desde hace poco,
se usan más frecuentemente contra mí. Doy como ejemplo
la manera como Monde ha creído sacar partido de esta
frase: “Pretendiendo encarar desde el mismo ángulo que
los revolucionarios los problemas de) amor, del sueño, de
la locura, del arte y de la religión, Bretón tiene la osadía de
escribir... etc.” Es verdad que, como puede leerse en el
número siguiente de la misma revista: “La Révolution Su-
rréaliste arremete contra nosotros en su último número. Se
sabe que la estupidez de esa gente no tiene límites”. (Sobre
todo, ¿no es cierto?, después de que esa gente declinó, sin
siquiera tomarse la molestia de contestar, vuestro ofreci-
miento de colaboración en Monde , ¡Qué hacer!) Del mis-
mo modo, un colaborador del Cadáver me regaña
duramente con el pretextode que he escrito: “Juro no llevar
jamás el uniforme francés”. Lo siento, pero no se trataba de
mí.
) 1 0 2 (
acabar con el idealismo propiamente dicho, para lo cual
sólo la creación de la palabra surrealismo nos significa-
ba una garantía y, para retomar el ejemplo de Engels,
de la necesidad de no atenernos al desarrollo pueril:
“La rosa es una rosa. La rosa no es una rosa. Y sin
embargo, la rosa es una rosa”, pero que se me permita
este paréntesis, para arrastrar a “la rosa” en un movi-
miento provechoso de contradicciones menos benignas,
en el que ella sea sucesivamente la que proviene del
jardín, la que ocupa un lugar destacado en un sueño, la
que no es posible apartar del “ramillete óptico”, la que
puede cambiar totalmente de propiedades al pasar por
la escritura automática, la que ya no tiene más que lo
que el pintor ha querido que conservara de rosa en un
cuadro surrealista, y finalmente, la que, completamente
distinta en sí misma, retorna al jardín. Lejos está esto de
una visión idealista cualquiera y ni siquiera nos defen-
deríamos si pudiéramos dejar de ser blanco de los
ataques del materialismo primario, ataques que proce-
den a la vez de quienes, por conservadorismo subalter-
no, no tienen ningún interés en poner en claro las rela-
ciones del pensamiento y de la materia, y de quienes,
por un sectarismo revolucionario mal entendido, con-
funden, menospreciando lo que se pregunta, este mate-
rialismo con el que Engels distinguía esencialmente, y
que definía ante todo como una intuición del mundo
llamada a ser puesta a prueba y a realizarse: En el
transcurso del desarrollo de la filosofía, el idealismo se
tomó insostenible y fue negado por el materialismo mo-
derno. Este último, que es la negación de la negación, no
significa la mera restauración del antiguo materialismo:
agrega a los fundamentos durables de éste, todo el pen-
samiento de la filosofía y de las ciencias de la naturaleza
en el transcurso de una evolución de dos mil años, más
) 1 0 3 (
SEGUNDO MANIFIESTO
el producto mismo de esa larga historia. Nosotros que-
remos también partir de una posición tal que la filosofía
nos resulte superada. Creo que es el destino de todos
aquellos para los que la realidad no tiene únicamente
una importancia teórica sino que, además, es una cues-
tión de vida o muerte hacer un llamamiento apasionado,
como lo quería Feuerbach, a esa realidad: nuestro des-
tino es dar como damos, totalmente, sin reservas, nues-
tra adhesión al principio del materialismo histórico, el
de ellos, arrojar al rostro del mundo intelectual atónito
la idea de que “el hombre es lo que come”, y que una
revolución futura tendría mayores perspectivas de éxito
si el pueblo recibiera una alimentación mejor, de la clase
de los guisantes en lugar de patatas.
Nuestra adhesión al principio del materialismo his-
tórico... no puede haber equívoco en esto. Si no depen-
diera más que de nosotros — quiero decir, con tal que
el comunismo no nos trate sólo como bichos curiosos
destinados a poner en práctica en sus filas la necedad y
la desconfianza— nos mostraríamos capaces de cum-
plir, desde el punto revolucionario, todos nuestros de-
beres. Desgraciadamente es un compromiso que a
nadie interesa sino a nosotros. En lo que a mí concierne,
no he podido, por ejemplo, cruzar hace dos años el
umbral de la casa del Partido francés, libre e inadvertido
como era mi deseo; esta casa en donde, en cambio,
tantos individuos no recomendables, policías y demás,
están autorizados a retozar a voluntad. En el curso de
tres interrogatorios de muchas horas me tocó defender
al surrealismo de la pueril acusación de ser en esencia
un movimiento político de orientación netamente anti-
comunista y contrarrevolucionaria. Inútil agregar que
yo no podía esperar un enjuiciamiento a fondo de mis
) 1 0 4 (
ideas de parte de los que me juzgaban. “Si usted es
marxista, vociferaba en ese entonces Michel Marty di-
rigiéndose a uno de nosotros, no tiene necesidad de ser
surrealista”. Y entiéndase bien que no éramos nosotros
quienes nos habíamos preciado de ser surrealistas en
wSa circunstancia: la calificación nos había precedido a
pesar nuestro, como hubiese podido ocurrir con la de
“relativistas” para los einstenianos, o de “psicoanalis-
tas” para los freudianos. ¿Cómo no inquietarse terrible-
mente ante tal debilitamiento del nivel ideológico de un
partido que surgió otrora tan magníficamente armado
de las dos cabezas más potentes del siglo XIX? Todo esto
es bien conocido; lo poco que puedo extraer a este
respecto de mi experiencia personal da la medida del
resto. Se me pidió en la célula “del gas” un informe
sobre la situación italiana, especificando que sólo debía
basarme en datos estadísticos (producción del acero,
etc.) y sobre todo, nada de ideología. No pude.
Con todo, acepto que como consecuencia de un
malentendido, y nada más, me hayan tomado en el
partido comunista por uno de los intelectuales más
indeseables. Por otra parte, mi simpatía está demasiado
exclusivamente volcada a la masa de los que harán la
Revolución social para poder resentirse de los efectos
pasajeros de tal accidente. Lo que no admito es que,
seducido por especiales posibilidades de actividad , al-
gunos intelectuales que conozco y cuyos imperativos
morales no inspiran ninguna confianza, habiendo ensa-
yado sin éxito la poesía, la filosofía, se desvíen hacia la
agitación revolucionaria. Aprovechando la confusión
que allí reina, logran un relativo engaño, y para estar
más seguros, se apresuran a renegar estrepitosamente
de aquello que, como el surrealismo, aunque les hizo
) 1 0 5 (
SEGUNDO MANIFIESTO
pensar con mayor claridad de lo que piensan, al mismo
tiempo los compelía a rendir cuentas y a justificar hu-
manamente su posición. El espíritu no es una veleta, por
lo menos no es sólo una veleta. No significa mucho
pensar de pronto que uno se debe a una actividad
especial, y por eso mismo significa muy poco si se siente
incapaz de exponer objetivamente cómo llegó a ella, y
en qué punto exacto tenía que estar para poder llegar.
Que no me hablen de esa clase de conversiones revolu-
cionarias de tipo religioso, de las que algunos se limitan
a ponernos al tanto, agregando que están muy compla-
cidos de no teher ningún comentario que hacer. No
podría haber, en ese plano, ni ruptura ni solución de
continuidad en el pensamiento. O bien sería necesario
volver a pasar por los viejos rodeos de la gracia... Yo
bromeo. Pero se sobreentiende que mi desconfianza es
extrema. ¡Pero vamos; yo sé lo que es un hombre; quiero
decir que me represento de dónde viene y también un
poco adonde va, y se pretende que de pronto este
sistema de referencias sea nulo; que ese hombre alcance
una cosa distinta de aquella a la que se dirigía! Y si esto
fuera posible, ¿ese hombre que sólo habíamos conocido
en el simpático estado de crisálida, para poder volar con
sus propias alas hubiera acaso necesitado salir del ca-
pullo de su pensamiento? Una vez más, no lo creo.
Considero que debería haber sido una exigencia extre-
ma, no sólo práctica sino moral, para todos aquellos que
de ese modo se apartaron del surrealismo, el haberlo
puesto en discusión en el plano ideológico haciéndonos
conocer desde su punto de vista la parte denunciable:
nunca hubo nada de esto. Lo cierto es que parecen
haber sido casi siempre sentimientos mediocres los que
decidieron esos bruscos cambios de actitud, y creo que
es necesario buscar el secreto de ello, como el de la gran
) 1 0 6 (
movilidad de la mayor parte de los hombres, más bien
en una pérdida progresiva de conciencia que en la
irrupción de un motivo repentino, tan diferente de la
precedente como lo es la fe del escepticismo. Para gran
satisfacción de aquellos a quienes disgusta el control de
las ideas, tal como se ejerce en el surrealismo, ese
control no tiene razón de ser en los medios políticos,
con lo que están libres, desde ese momento, de dar
forma a su ambición; esa ambición que ya existía — y eso
es lo grave — antes del descubrimiento de su pretendida
vocación revolucionaria. Vale la pena verlos predicar
con aires de superioridad ante los viejos militantes; vale
la pena verlos quemar, en menos tiempos del que se
necesita para quemar su portaplumas, las etapas del
pensamiento crítico, más severo aquí que en cualquier
otra parte; vale la pena ver cómo uno toma por testigo
un pequeño busto de Lenin de tres francos noventa y
cinco, mientras otro palmea familiarmente a Trotsky.
Lo que no puedo aceptar de ningún modo es que gentes
con las que mantuvimos contacto y de las que hemos
denunciado, en todo momento desde hace tres años,
por haberlo comprobado a nuestra costa, la mala fe, el
arribismo y los objetivos contrarrevolucionarios: los
Morhange, los Politzer y los Lefévre, encuentren el
modo de ganarse la confianza de los dirigentes del
partido comunista, hasta el punto de poder publicar,
con su aparente aprobación por lo menos, dos números
de una Revue de Psychologie concréte y siete números de
la Revue Marxiste, al cabo de los cuales se encargan de
ilustrarnos definitivamente sobre su bajeza, ya que el
segundo, después de un año de “trabajo” en común y de
complicidad, decide — porque se habla de suprimir la
psicología concreta que no se vende— denunciar al
primero al partido como culpable de haber disipado en
) 1 0 7 (
SEGUNDO MANIFIESTO
un día, en Montecarlo, una suma de doscientos mil
francos que se le había confiado para utilizar en la
propaganda revolucionaria. Y este último, enfurecido
únicamente por el proceder de su compañero, se me
acercó sin más para descargar su indignación, aunque
reconociendo sin reparos que el hecho era exacto. Hoy
está, pues, permitido en Francia, con la ayuda del señor
Rappoport, abusar del nombre de Marx sin que nadie
vea en ello nada malo. En estas condiciones, reclamo
que se me explique dónde se encuentra la moralidad
revolucionaria.
Se comprende que la facilidad con que señores como
los mentados pueden llegar a impresionar enormemen-
te a aquellos que los acogen —ayer en el seno del
partido comunista, mañana en la oposición a ese parti-
do — ha sido y debe ser aún de tal naturaleza como para
tentar a ciertos intelectuales poco escrupulosos, algunos
surgidos también del surrealismo , el cual no tuvo des-
pués adversarios más enconados*. Unos, al estilo del
Por molesta que pueda resultar, por diversas causas,
esta comprobación, considero que el surrealismo, peque-
ñísimo puente tendido sobre el abismo , no debe estar flan-
queado de parapetos. Hay motivos para que nos fiemos en
la sinceridad de aquellos a quienes, un dfa, su buen o mal
genio los condujo hacia nosotros. Sería excesivo exigirles
en este momento una garantía de alianza definitiva, y sería
inhumano prejuzgar en ellos la imposibilidad de desarrollo
ulterior de cualquier apetito vulgar. ¿Cómo comprobar la
solidez del pensamiento de un hombre de veinte años
cuando él mismo sólo piensa en hacer valer la calidad
puramente artística de algunas cuartillas que presenta, en
las que, si bien aparecen las coerciones que él manifiesta
aborrecer, no prueban que sea incapaz de hacerlas sufrir?
Y sin embargo, de este hombre muy joven, de su solo
impulso, depende hasta el infinito la vivificación de una
idea sin edad. ¡Pero cuántas contrariedades! Apenas el
señor Barón — autor de poemas bastante hábilmente
copiados de Apollinaire, y además juerguista empeder-
nido; desprovisto en absoluto de ideas generales; pobre
y mínimo crepúsculo sobre una charca estancada en la
selva inmensa del surrealismo— aportan al mundo “re-
volucionario” el tributo de una exaltación de escolar, de
una “crasa” ignorancia amenizada con visiones del 14
de julio. (En un estilo impagable, el señor Barón me
comunicó, hace algunos meses, su conversión al leninis-
mo integral. Conservo su carta en la que las frases más
ridiculas se mezclan con tremendos lugares comunes
tomados del lenguaje de L ’Humanité y con protestas de
amistad conmovedoras que pongo a disposición de los
curiosos. No volveré sobre esto salvo que él mismo me
obligue). Los otros, al estilo del señor Naville, de quien
esperamos pacientemente que sea devorado por su in-
saciable sed de notoriedad — en menos de lo que canta
un gallo fue director del Oeuf dur, de La Révolution
Surréaliste , tuvo parte dominante en L’Étudiant
d’avant-garde , fue director de Clarté , de La Lutte de
Classes, casi llegó a ser director de Camarade, y lo
vemos ahora con un papel de primera fila en La Veri-
té—, los otros se reprocharían de llegar a deberle a la
causa que fuere algo más que un ligero saludo protector
como el que dirigen a los necesitados las damas de
beneficencia, para inmediatamente después indicarles
en dos palabras lo que tienen que hacer. Basta con verlo
pasar al señor Naville para que el partido comunista
francés, el partido ruso, la mayor parte de los opositores
tiempo para reflexionar sobre ello y ya aparece otro hom-
bre de veinte años. Desde el punto de vista intelectual, la
verdadera belleza no se diferencia bien, a priori, de la
belleza del diablo.
de todos los países en cuya primera fila hay hombres con
los que pudo haber contraído alguna deuda: Boris Sou-
varine y Marcel Fourrier, así como el surrealismo y yo
mismo, todos hagamos el papel de mendicantes. El
señor Barón que escribió L ’allure poétíque (La actitud
poética) es a esa actitud lo que Naville es a la actitud
revolucionaria. Una estada de tres meses en el partido
comunista, se dijo Naville, es más que suficiente, ya que
el interés para mí es hacer valer que yo lo he dejado. El
señor Naville —por lo menos su padre— es muy rico.
(Para aquellos de mis lectores a quienes no les disguste
lo pintoresco, agregaré que la oficina de la dirección de
La Lutte de Classes está situada en el número 15 de la
calle de Grenelle, en una propiedad de la familia de
Naville, que es ni más ni menos el antiguo palacio de los
duques de La Rochefoucauld). Este tipo de considera-
ciones me parece más oportuno que nunca. Asimismo
destaco que cuando el señor Morhange emprende la
fundación de La Revue Marxiste , lo hace mediante la
financiación del señor Friedmann por cinco millones de
francos. Aunque su mala suerte en la ruleta le haya
obligado poco después a reembolsar la mayor parte de
esa suma, queda firme el hecho de que gracias a esta
ayuda financiera exorbitante llegó a usurpar, el consabi-
do puesto, y a hacerse perdonar su notoria incompeten-
cia. Asimismo, al suscribir cierto número de acciones de
fundación de la empresa “Les Revues” (Las Revistas)
de la que dependía La Revue Marxiste, el señor Barón,
que acababa de heredar, pudo creer que horizontes más
vastos se le abrían. Ahora bien, cuando el señor Naville
nos participó, hace algunos meses, su intención de pu-
blicar el periódico Le Camarade, que respondía, según
él, a la necesidad de dar nuevo impulso a la crítica
opositora, pero que, en realidad, le permitiría apartarse
) i i o (
s E GUNDO MANIFIESTO
de Fourier —demasiado clarividente — , de ese modo
sigiloso que le es habitual, tuve la sorpresa de saber de
sus propios labios quiénes corrían con los gastos de esa
publicación de la que él sería el director, y por supuesto
único director. ¿Se trataba de esos misteriosos “amigos”
con los que se entablan largas conversaciones muy di-
vertidas al acabar la última página de un periódico, y a
ios que se procura interesar profundamente en el precio
del papel? Absolutamente no. Se trataba pura y simple-
mente del señor Pierre Naville y su hermano, que par-
ticipaban con una suma de quince mil francos sobre
veinte mil en total. El resto lo suministraban unos pre-
tendidos “compinches” de Souvarine, cuyos nombres
tuvo que confesar el señor Naville que ni siquiera cono-
cía. Se ve que para hacer prevalecer un punto de vista
en medios que a este respecto deberían ser absoluta-
mente estrictos, importa menos hallar un punto de vista
convincente que ser el hijo de un banquero. El señor
Naville, que practica con arte, con vistas al clásico re-
sultado, el método de sembrar la discordia entre la
gente, no retrocederá — es bien evidente — ante ningún
medio que le permita llegar a manejar la opinión revo-
lucionaria. Pero como en esta misma selva alegórica
— en la que yo veía hace unos instantes a Barón desple-
gar gracias de renacuajo— ya hubo días malos para esa
serpiente boa de pobre aspecto, por suerte no está dicho
que domadores de la fuerza de Trotsky y aun de Souva-
rine, no acaben por hacer entrar en razón al eminente
reptil. Por ahora sólo sabemos que vuelve de Constan-
tinopla en compañía del pequeño volátil Francis Gé-
rard. Los viajes, que forman a la juventud, no alcanzan
a deformar el bolsillo del señor Naville, padre. También
existe un interés de primer orden en llegar a distanciar
a León Trotsky de sus únicos amigos. Una última pre-
) i i l (
SEGUNDO MANIFIESTO
gunta, completamente platónica, a Naville: ¿Quién man-
tiene La Vérité , órgano de la oposición comunista, en la
cual su nombre se agranda cada semana y desde el
momento actual aparece en primera página? Muchas
gracias.
Si me pareció conveniente extenderme con cierta
amplitud sobre estos temas, lo hice, en primer término,
para señalar que, contrariamente a lo que pretenderían
hacer creer, todos nuestros antiguos colaboradores que
se proclaman desengañados del surrealismo fueron ex-
cluidos por nosotros sin una sola excepción; y, además,
resultaba útil míe se conocieran los motivos. En segundo
término, para señalar que, si bien el surrealismo se
considera indisolublemente ligado, como consecuencia
délas afinidades que acabo de indicar, a la marcha del
pensamiento marxista, y sólo a ella, se abstiene, y segu-
ramente se abstendrá todavía por mucho tiempo, de
elegir entre las dos grandes corrientes que enfrentan en
la hora actual a hombres que, aunque no participen de
la misma concepción táctica, se han revelado, tanto de
un lado como de otro, como auténticos revolucionarios.
El momento en que Trotsky, en una carta fechada el 25
de setiembre de 1929, admite que en la Internacional el
hecho de una conversión de la dirección oficial hacia la
izquierda resulta evidente, y en la que prácticamente
apoya con toda su autoridad el pedido de reincorpora-
ción de Racovsky, de Cassior y de Okoudjava (reincor-
poración susceptible de acarrear la suya propia) no es
el apropiado para que nosotros nos mostremos más
irreductibles que él mismo. El momento en que la sim-
ple reflexión sobre el más penoso conflicto que pueda
darse impulsa a dichos hombres, dejando de lado, pú-
blicamente por lo menos, sus más definitivas reservas, a
) 1 1 2 (
un nuevo paso en la vía de la reunificación, no es el
indicado para que procuremos emponzoñar la herida
sentimental provocada por la represión, como lo hace
Panaít Istrati, con la felicitación de Naville, quien no
deja por ello de darle un amable tirón de orejas: “Istrati,
hubiese sido mejor no publicar un fragmento de tu libro
en un órgano como la Nouvelle Revue Franqaise *, etc.”
Nuestra intervención en semejante asunto tiende sólo a
prevenir a los espíritus serios contra un pequeño núme-
ro de individuos, los cuales sabemos por experiencia
que son estúpidos, mistificadores o intrigantes y, en
cualquier forma, sujetos malintencionados desde un
punto de vista revolucionario. Esto es poco más o menos
todo lo que podemos hacer por ese lado. Somos los
primeros en sentir que sea tan poco.
* Sobre Panaít Istrati y el asunto Rusakof, ver la N. R.
F. del I o de octubre y La Vérité del 11 de octubre de
1929 .
) 1 1 3 (
Para que tales desviaciones, cambios de frente, abusos
de confianza de toda clase, se hagan posibles en el
terreno mismo en el que acabo de ubicarme, es preciso,
sin duda alguna, que todo sea un magnífico césped de
escarnio, y que apenas se pueda contar con la actividad
desinteresada de pocos hombres a la vez. Si la tarea
revolucionaria misma, con todo lo que su cumplimiento
supone de rigor, es incapaz, por su propia índole, de
separar de entrada los malos de los buenos y los falsos
de los sinceros; si, para su mal, le es forzoso esperar que
una serie de acontecimientos exteriores se encarguen de
desenmascarar a unos y de adornar con un resplandor
de inmortalidad el rostro descubierto de los otros, ¿có-
mo pretender que la cosa no funcione aún más lastimo-
samente en lo que no es específicamente esta tarea,
como por ejemplo en la tarea surrealista, en la medida
en que esta última ni siquiera se confunde con la prime-
ra? Es natural que el surrealismo se manifieste en el
centro mismo — y quizás al precio de una sucesión inin-
terrumpida de decaimientos — de zigzagueos y defec-
ciones que exigen a cada momento retomar la discusión
de sus premisas originales, vale decir la remisión al
SEGUNDO MANIFIESTO
principio inicial de su actividad, junto a la interrogación
del mañana azaroso que quiere que los corazones se
“unan” y se desunan. No todo ha sido intentado — debo
decirlo— para llevar a buen término esta empresa,
aunque sólo fuera sacando el partido máximo de los
medios que fueron definidos como nuestros y ensayan-
do a fondo los modos de investigación que, en los
orígenes del movimiento que nos ocupa, fueron preco-
nizados. El problema de la acción social es —me inte-
resa insistir sobre ello— sólo una de las, formas de un
problema más general, que el surrealismo se ha hecho
un deber agitar, y que es el de la expresión humana en
todas sus formas. Quien dice expresión, dice ante todo
lenguaje. No hay, pues, que asombrarse de que el su-
rrealismo se ubique, de entrada, casi exclusivamente en
el plano del lenguaje, ni tampoco de que — al cabo de
una incursión por donde sea — vuelva por el placer de
actuar en un país conquistado. Nada, en efecto, puede
ya impedir que, en gran parte, ese país sea conquistado.
Las hordas de palabras, literalmente desencadenadas,
a las que Dada y el surrealismo han querido abrirles las
puertas, por más que nos pese, no son de las que se
retiran sin dejar rastros. Ellas penetrarán sin prisa,
seguras del éxito, en las pequeñas ciudades idiotas de la
literatura que todavía se enseña, y confundiendo sin
dificultad los barrios bajos y los residenciales, harán
sosegadamente un buen consumo de atalayas. Con el
pretexto de que, por causa nuestra, la poesía es en esta
época lo que se encuentra más seriamente trastornado,
la población no desconfía mucho, y construye aquí y allá
barreras sin importancia. Se simula no advertir con
claridad que el mecanismo lógico de la frase se muestra
por sí solo cada vez más impotente para desencadenar
en el hombre la sacudida emocional que da realmente
) 1 1 4 (
) 1 1 5 (
algún valor a la vida. Por otro lado, ahora se rodea de
los productos de esta actividad espontánea o más es-
pontánea, directa o más directa —como los que le
ofrece cada vez en mayor número el surrealismo, en
forma de libros, cuadros, films que en un comienzo
contempló con estupor — y les confía más o menos
tímidamente el cuidado de trastornar su modo de sentir.
Lo sé: ese hombre no es todavía cada hombre y hay que
darle “tiempo” para que llegue a serlo. Pero observad
de qué admirable y perversa penetración se han ya
demostrado capaces un pequeño número de obras muy
modernas, de las que lo menos que se puede decir es
que reina en ellas un aire especialmente insalubre: Bau-
delaire, Rimbaud (a despecho de los reparos que hice),
Huysmans, Lautréamont, para circunscribirme a la poe-
sía. No temamos hacer una ley para nosotros de esta
insalubridad. Ojalá que no pueda decirse que no hemos
hecho lo posible por aniquilar esa estúpida ilusión de
bienestar y de alianzas que constituirá la gloria del siglo
XIX haber denunciado. Ciertamente, no hemos dejado
de amar con fanatismo esos rayos de sol llenos de
miasmas. Pero a la hora en que los poderes públicos en
Francia se aprestan a celebrar grotescamente y con
grandes festividades el centenario del romanticismo,
nosotros decimos —sí, nosotros— que ese romar*icis-
mo del que nos consideramos históricamente como la
cola, pero una cola prensil, hoy, en 1930, por su esencia
misma, consiste enteramente en la negación de esos
poderes y de esas festividades; que tener cien años de
existencia significa para él la juventud; que lo que se ha
denominado erróneamente su época heroica sólo puede
pasar honradamente por el vagido de un ser que co-
mienza a revelar sus deseos a través de nosotros, y que
si se admite que todo lo pensado antes de él — “clásica-
) 1 1 6 (
SEGUNDO MANINtMU
mente” — fue el bien, quiere ineludiblemente todo el
mal.
Cualquiera que haya sido la evolución del surrealis-
mo en el terreno político, por apremiante que haya sido
la orden de sólo tener en cuenta para la liberación del
hombre — primera condición de la liberación del espíritu —
la revolución proletaria, puedo afirmar que no hemos
encontrado ninguna razón valedera para cambiar de cri-
terio sobre los medios de expresión qué nos son propios y
que la experiencia nos ha permitido demostrar que nos
resultaban útiles. Es en vano que traten de condenar
alguna imagen específicamente surrealista que pude em-
plear al acaso en un prefacio; no por eso habremos termi-
nado con las imágenes. “Esta familia es una camada de
perros” (Rimbaud). Cuando con una frase como ésta,
separada de su contexto, se hayan reído hasta desterni-
llarse, sólo habrán logrado reunir a un montón de igno-
rantes. No habrán llegado a acreditar, a expensas de los
nuestros, los procedimientos neo-naturalistas, mejor di-
cho, a liquidar todo aquello que, a partir del naturalis-
mo, resume las más importantes conquistas del espíritu.
Traigo a colación aquí las respuestas que di en setiem-
bre de 1928 a dos preguntas que me plantearon: l 2 ¿Cree
usted que la producción artística y literaria es un fenóme-
no puramente individual? ¿No piensa usted que puede o
debe ser el reflejo de las grandes corrientes que determi-
nan la evolución económica y social de la humanidad?
2 2 ¿Cree usted en la existencia de una literatura y un arte
que exprese las aspiraciones de la clase obrera ? ¿Quiénes
son, a su juicio, sus principales representantes?
I 2 Es indudable que en el caso de la producción
artística y literaria como en el de todo fenómeno inte-
) 1 1 7 (
SEGUNDO M A N 1 h l fc s> i
lectual no podría plantearse más problema que el de la
soberanía del pensamiento. Lo que quiere decir que no
es posible responder a su primera pregunta por la afir-
mativa o por la negativa, y que la única actitud filosófica
observable en tal caso descansa en valorizar “la contra-
dicción [que existe] entre el carácter del pensamiento
humano que nos representamos como absoluto y la
realidad de este pensamiento en una multitud de seres
individuales de pensamiento limitado: contradicción
que sólo puede resolverse en el progreso infini ta en la
serie prácticamente infinita de las generaciones huma-
nas sucesivas. Enceste sentido el pensamiento humano
posee soberanía y no la posee; y su capacidad de cono-
cer es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado
por su naturaleza, por su vocación; soberano e ilimitado
en potencia y en cuanto a su objetivo final en la historia;
pero sin soberanía y limitado en cada una de sus reali-
zaciones y en uno cualquiera de sus estados" (Engels:
La moral y el derecho. Verdades eternas). Este pensa-
miento, en el terreno en que ustedes me piden que
considere tal expresión particular, sólo puede oscilar
entre la conciencia de su perfecta autonomía y la de su
estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la produc-
ción artística y literaria me parece sacrificada por ente-
ro a la necesidad de encontrar un desenlace a ese drama,
al cabo de un siglo de filosofía y poesía verdaderamente
desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont,
Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin, Trotsky). En estas
condiciones, hablar de que una producción puede o
debe ser el reflejo de las grandes corrientes que deter-
minan la evolución económica y social de la humanidad
sería arriesgar un juicio bastante vulgar, que implicara
el reconocimiento puramente circunstancial del pensa-
miento y liquidara su naturaleza esencial: a la vez incon-
dicionada y condicionada, utópica y realista, que en-
cuentra su objetivo en sí misma y que aspira a ser útil,
etc.
2 e No creo en la posibilidad actual de existencia de
una literatura o de un arte que expresen las aspiraciones
de la clase obrera. Si me rehúso a creerlo es porque en
un período prerrevolucionario el escritor o el artista, de
formación necesariamente burguesa, resulta por defini-
ción inapto para traducirlas. No niego que pueda for-
marse una idea y que, bajo ciertas condiciones morales
que bastante excepcionalmente se cumplen, sea capaz
de concebir la relatividad de toda causa en función de
la causa proletaria. Sé que para él tiene que ser un
problema de sensibilidad y honradez. No escapará por
eso a la duda atendible, inherente a sus propios medios
de expresión, que lo obliga a considerar en sí mismo y
solamente para sí, desde un ángulo muy especial, la obra
que se propone realizar. Para que esta obra sea viable
exige que se la sitúe en relación a algunas otras ya
existentes, y a su vez debe abrir un camino. Guardando
las proporciones, sería tan inútil protestar, por ejemplo,
contra la afirmación de un determinismo poético cuyas
leyes pueden ser promulgables, como contra la del ma-
terialismo dialéctico. Sigo estando convencido de que
los dos órdenes de evolución son rigurosamente seme-
jantes y de que, además, tienen en común que no perdo-
nan. Así como las previsiones de Marx, en lo
concerniente a casi todos los acontecimientos exterio-
res sobrevenidos desde su muerte hasta nuestros días,
se han revelado justas, no veo qué es lo que podría
invalidar una sola palabra de Lautréamont tocante a los
acontecimientos que sólo interesan al espíritu. Por el
contrario, tan falso como cualquier intento de explica-
) 1 1 8 (
) 1 1 9 (
SEGUNDO MANIFIESTO
ción social distinto del de Marx, es para mí cualquier
ensayo de defensa y exposición de una literatura y de un
arte llamados “proletarios”, en una época en que nadie
podría invocar una cultura proletaria, por la excelente
razón de que semejante cultura no ha podido todavía
realizarse, ni siquiera en un régimen proletario. “Las
vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por
analogía y antítesis con la cultura burguesa, se obtienen
por comparaciones, desprovistas totalmente de espíritu
crítico, entre el proletariado y la burguesía. No hay duda
de que llegará el momento, en el desarrollo de la nueva
sociedad, en que lo económico, la cultura y el arte
tendrán la más amplia libertad de movimientos, de pro-
greso. Pero sólo nos podemos entregar, sobre este tema,
a conjeturas fantásticas. En una sociedad que se haya
desembarazado de la abrumadora preocupación del
pan cotidiano, en donde las lavanderías comunales la-
varán la ropa de todo el mundo, en donde los niños
— todos los niños — , bien nutridos, saludables y alegres,
absorberán los elementos de la ciencia y el arte como el
aire y la luz del sol, en donde no habrá ya “bocas
inútiles”, en donde el egoísmo liberado del hombre
— potencia formidable — sólo se interesará en el cono-
cimiento, en la transformación y en el mejoramiento del
universo, en semejante sociedad, el dinamismo de la
cultura no podrá compararse con nada que conozcamos
del pasado. Pero sólo llegaremos a ello después de una
larga y penosa transición, cuyo desarrollo se halla aún
en sus comienzos”. (Trotsky: “Revolución y cultura”,
Clarté, 1° de noviembre de 1923). A mi juicio estas
palabras admirables destruyen, de una vez por todas la
pretensión de algunos mistificadores y de ciertos em-
baucadores que, hoy en Francia, bajo la dictadura de
Poincaré, se tildan de escritores y artistas proletarios,
) 1 20 (
con el justificativo de que en su producción todo es
fealdad y miseria, así como la pretensión de los que no
conciben nada fuera del inmundo reportaje, del monu-
mento funerario y de los croquis de presidio, que sólo
saben agitar ante nuestra vista el espectro de Zola — en
el que ellos revuelven sin llegar jamás a sustraerle na-
da — y que engañando desvergonzadamente a todo lo
que vive, sufre, brama y espera, se oponen a cualquier
búsqueda seria, se esfuerzan por volver imposible todo
descubrimiento, y con el pretexto de dar lo que saben
que es inadmisible: la comprensión inmediata y general
de lo que se crea, son, al mismo tiempo que los máximos
denigradores del espíritu, los más seguros contrarrevo-
lucionarios.
Es lamentable, había comenzado a decir más arriba,
que no se hayan realizado —como lo ha reclamado
siempre el surrealismo— esfuerzos más sistemáticos y
persistentes en los dominios de la escritura automática,
por ejemplo, y en el relato de sueños. A pesar de nuestra
insistencia para introducir textos de ese tipo en las
publicaciones surrealistas, y del lugar destacado que
ocupan en ciertas obras, es necesario confesar que a
veces su interés se sostiene dificultosamente y que dan
un poco la impresión de “trozos de bravura”. La apari-
ción de una fórmula indiscutible en la estructura de esos
textos es también absolutamente perjudicial para la
especie de conversión que nosotros queríamos realizar
por su mediación. La falta es achacable a la extrema
negligencia de la mayor parte de sus autores que se
limitan generalmente a dejar correr la pluma por el
papel sin prestar atención en lo más mínimo a lo que se
está produciendo en ellos mismos — aunque este des-
doblamiento sea más fácil de captar y más interesante
) 1 2 1 (
de considerar que la escritura reflexiva — , o a reunir, en
forma más o menos arbitraria, elementos oníricos des-
tinados más a acentuar el valor de su componente pin-
toresco que a permitir la observación provechosa de su
mecanismo. La confusión es de tal naturaleza que nos
priva de todos los beneficios que podríamos obtener de
esa clase de operaciones. El gran valor que tienen para
el surrealismo reside en que son capaces de poner a
nuestra disposición zonas lógicas especiales, vale decir,
aquellas en las que, hasta el presente, la facultad lógica
ejercida con exclusividad en lo consciente, no intervie-
ne. ¡Qué digo! No solamente esas zonas lógicas perma-
necen inexploradas, sino que, además, seguimos tan
poco informados como nunca sobre el origen de esa voz,
que a cada uno le toca oír, y que nos habla extrañamente
de una cosa distinta de lo que creemos pensar, y a veces
adopta un tono grave en el momento en que nos senti-
mos más ligeros, o nos cuenta historietas en la desgracia.
Por lo demás, ella no obedece a esa simple necesidad
de contradicción... Mientras estoy sentado a mi mesa,
me habla de un hombre que sale de una zanja sin
decirme, por supuesto, quién es; si insisto, me lo descri-
be con bastante precisión: no, indudablemente no co-
nozco a ese hombre. Apenas el tiempo de darme cuenta
y ya ese hombre se perdió. Yo escucho... estoy lejos del
Segundo Manifiesto del Surrealismo... No es necesario
multiplicar los ejemplos: ella es la que habla así... Por-
que los ejemplos beben... Perdón, yo tampoco compren-
do, Lo importante sería saber hasta qué punto esa voz
está autorizada, por ejemplo, a corregirme: no es nece-
sario multiplicar los ejemplos (y se sabe, desde Los
cantos de Maldoror, de qué maravillosa soltura pueden
ser sus intervenciones críticas). Cuando ella me respon-
de que los ejemplos beben (?) ¿es acaso un modo de
) 1 2 2 (
SEGUNDO MANIFIESTO
I
ocultarse de la potencia que la arrebata? Y, en ese caso,
¿por qué se oculta? ¿Iba tal vez a explicarse en el
momento en que me apresuré a sorprenderla sin atra-
parla? Tales problemas no tienen sólo un interés surrea-
lista. Nadie puede hacer nada mejor al expresarse que
acomodarse a una posibilidad de conciliación muy os-
cura entre lo que sabía que debía decir y lo que, sobre
el mismo tema, no sabía que debía decir y que sin
embargo dijo. El pensamiento más riguroso está obliga-
do a admitir esa ayuda, aunque sea indeseable desde el
punto de vista del rigor. No hay duda de que existe un
torpedeo de la idea en el seno de la frase que la enuncia,
aunque esta frase estuviera exenta de cualquier simpá-
tica libertad en cuanto a su sentido. Sobre todo el dadaís-
mo procuró llamar la atención sobre ese torpedeo. Se sabe
que el surrealismo ha tratado, mediante el recurso del
automatismo, de poner al abrigo de ese torpedeo a cierto
navio: algo así como el buque fantasma (esta imagen, de
la que se han querido servir en contra mío, por gastada que
esté, me parece buena y la retomo).
Nos toca a nosotros, iba diciendo, tratar de percibir
cada vez más claramente lo que se trama, sin que el
hombre lo sepa, en las profundidades de su espíritu,
aunque de entrada nos guarde rencor a causa de su
propio torbellino. Lejos estamos, en todo esto, de que-
rer reducir la parte de lo desentrañable, y nada nos
convence menos que el remitirnos al estudio científico
de los “complejos”. Claro está que el surrealismo, al que
hemos visto adoptar deliberadamente en el plano social
la fórmula marxista, no tiene el propósito de desestimar
la crítica freudiana de las ideas; por el contrario, consi-
dera a esta crítica como la primera de todas y la única
realmente fundada. Si le es imposible asistir con indife-
rencia al debate que arroja a la lucha a los repre-
) 1 2 3 (
SEGUNDO MANIFIESTO
sentantes calificados de las diversas tendencias psicoa-
nalíticas — así como día a día se ve arrastrado a presen-
ciar apasionadamente la lucha que se desenvuelve en la
cabeza de la Internacional — no tiene por qué intervenir
en una controversia que le parece no ha de durar mucho
tiempo con provecho, salvo entre los profesionales. No es
ése el dominio en el cual quiere hacer valer el resultado de
sus experiencias personales. Pero como está implícita en
la naturaleza de aquellos a quienes agrupa el tomar en
consideración muy especial esa tesis freudiana de la que
depende la mayor parte de su actividad como hombres
— ansia de crear, de destruir artísticamente — , me refiero
a la definición del fenómeno de “sublimación”*, el surrea-
Cuanto más se profundiza la patogenia de las enfermeda-
des nerviosas, diceFreud, mássepencibensusrelacionescon
los otros fenómenos de la vida psíquica del hombre, hasta
con aquellos a los que nosotros adjudicamos el máximo
valor. Y vemos cómo la realidad, a pesar de nuestras preten-
siones, nos satisface poco; así, presionados por nuestras
represiones interiores, emprendemos, dentro de nosotros, to-
da una vida de fantasía que, realizando nuestros deseos,
compensa las insuficiencias de la existencia verdadera. El
hombre enérgico y que tiene éxito (“que tiene éxito”, cedo a
Freud, por supuesto ia responsabilidad de tal vocabulario)
es el que llega a transmutar en realidades las fantasías del
deseo. Cuando esta trasmutación fracasa, sea por circuns-
tancias exteriores o por debilidad del individuo, éste se aparta
de lo real, se refugia en el universo más agradable de sus
sueños, y en caso de enfermedad transforma el contenido en
síntomas. En ciertas condiciones favorables puede todavía
encontrar otro medio de pasar de sus fantasías a la realidad,
en lugar de separarse definitivamente de ella por regresión en
el dominio infantil: quiero decir que si posee el don artístico,
psicológicamente tan misterioso, puede transformar sus sue-
ños en creaciones artísticas en lugar de síntomas. Así escapa
a la fatalidad de la neurosis, y encuentra, gracias a este rodeo,
una conexión con la realidad
) 1 24 (
lismo les exige a todos ellos que aporten, en el cumpli-
miento de su misión, una nueva conciencia , que busquen
el modo de suplir mediante una autoobservación, que
tiene un valor inestimable en su caso, la insuficiencia de
penetración en los estados de alma llamados “artísti-
cos” por hombres que, en su mayoría, no son artistas
sino médicos. Además exige a aquellos que posean, en
el sentido freudiano, la “preciosa facultad” de que ha-
blamos, que, por un camino inverso del que les vimos
tomar, se apliquen a estudiar con dicho enfoque el más
complejo de los mecanismos, el de la inspiración , y a
partir del momento en que dejen de considerarla una
cosa sagrada, con toda la confianza que tienen en su
extraordinaria virtud, piensen sólo en liberar sus últimas
ataduras y — algo que antes nadie hubiera osado conce-
bir — piensen en someterla. Para este propósito está de
más embrollarse con sutilezas, demasiado se sabe lo que
es la inspiración. No puede haber confusión; es ella la
que ha proveído a las necesidades supremas de expre-
sión en todos los tiempos y todos los lugares. Habitual-
mente se dice que la inspiración está o que no está, y si
no está, nada de lo que sugiere la habilidad humana que
lleva el sello del interés, la inteligencia discursiva y el
talento adquirido por el trabajo, puede curarnos de su
ausencia. La reconocemos fácilmente en una toma de
posesión total de nuestro espíritu que, de tarde en tarde,
impide que ante cualquier problema planteado seamos
juguetes de una solución racional con preferencia a
otra. La reconocemos en esa especie de corto-circuito
que provoca entre una idea dada y su eco (escrito, por
ejemplo). Tal como en el mundo físico, el corto-circuito
se produce cuando los dos “polos” de la máquina se
reúnen mediante un conductor de resistencia nula o
muy débil. En la poesía y en la pintura el surrealismo ha
) 1 25 (
hecho lo imposible por multiplicar esos corto-circuitos.
Nunca nada lo apasionará tanto como reproducir arti-
ficialmente ese momento ideal en que el hombre, presa
de una singular emoción, se encuentra súbitamente do-
minado por ese algo “más fuerte que él” que lo arroja a
pesar suyo en lo inmortal. Lúcido, despierto, saldría
lleno de terror de ese mal paso. Lo importante es que
ya no sea libre, que continúe hablando todo el tiempo
que dure el misterioso campanilleo: en efecto, en el
momento en que deja de pertenecerse, nos pertenece a
nosotros. Esos productos de la actividad psíquica, ale-
jados en todo lo posible de la voluntad de significar,
aligerados en todo lo posible de las ideas de responsa-
bilidad — siempre dispuestas a actuar como frenos—,
independientes en todo lo posible de lo que es la vida
pasiva del intelecto, esos productos que son la escritura
automática y los relatos de sueños* presentan la ventaja
de ser los únicos que suministran elementos de aprecia-
ción de gran estilo a una crítica que, en el dominio
artístico, se encuentra sorprendentemente desampara-
* Si juzgo necesario insistir sobre el valor de estas dos
operaciones, no es porque considere que ellas constituyen
la única panacea intelectual, sino porque, para un obser-
vador adiestrado, se prestan menos que cualquier otra a la
confusión o a la trampa, y porque aún no se ha encontrado
nada mejor para proporcionar al hombre un sentimiento
legítimo de sus recursos. El obvio que las condiciones que
nos ofrece la vida se oponen a la ininterrupción de un
ejercicio tan aparentemente gratuito del pensamiento. Los
que se han entregado a él sin reservas, por bajo que algunos
de ellos hayan descendido después, no habrán sido lanzado
en vano hacia el total encantamiento interior. En compara-
ción con este encantamiento, la vuelta a una actividad
premeditada del espíritu, aun cuando sea del gusto de la
mayor parte de sus contemporáneos, sólo ofrecerá a su
vista un pobre espectáculo.
■iSiS&Éí-.
) 1 2 6 (
SEGUNDO MANIFIESTO
da, y que a la vez permiten una reclasificación general
de los valores líricos y proporcionan una llave que, al
mantener indefinidamente abierta esa caja de fondo
múltiple que se llama hombre, lo disuade de retroceder,
por elementales motivos de conservación, cuando cho-
ca en la oscuridad con las puertas cerradas por fuera del
Estos medios muy directos, siempre al alcance de todos,
que persistimos en destacar desde que no se trata funda-
mentalmente de producir obras de arte, sino de esclarecer
la parte no revelada y sin embargo revelable de nuestro ser
— en la que toda la belleza, todo el amor, todo el poder, que
están en nosotros y apenas conocemos, resplandecen inten-
samente — , esos medios inmediatos no son los únicos. Pa-
rece especialmente que pueda esperarse mucho, en el
momento actual, de ciertos procedimientos de desilusión
para cuya aplicación al arte y a al vida darían por resultado
Fijar la atención no ya sobre lo real, o lo imaginario, sino,
por así decir, sobre el reverso de lo real. Nos complacemos
en imaginar novelas que no pueden terminar,' así como
existen problemas que quedan sin solución. ¿Cuándo ten-
dremos una en la que los personajes ampliamente definidos
por algunas particularidades mínimas actuaran de una ma-
nera totalmente previsible con vistas a un resultado impre-
visto, e inversamente otra en la que la psicología renunciara
a embarullar — a expensas de los seres y de los aconteci-
mientos — sus grandes deberes inútiles para aprisionar ver-
daderamente entre dos placas una fracción de segundo, y
sorprender en ella los gérmenes de los incidentes,, u otra
novela en la cual la verosimilitud de los decorados dejara
por primera vez de ocultarnos la extraña vida simbólica que
los objetos, hasta los mejor definidos y más usuales, sólo
tienen en sueño, y también otra cuya construcción sería
muy simple pero donde solamente una escena de rapto
fuera tratada con las palabras de la fatiga, una tempestad
descrita con precisión, pero en jarana, etc.? Quienquiera
que juzgue llegado el tiempo de terminar con los irritantes
desvarios “realistas” no tendrá dificultades en multiplicar
por sí solo estas proposiciones.
) 1 2 7 (
S
SEGUNDO MANIFIESTO
“más allá”, de la realidad, de la razón, del genio y del
amor. Llegará el día en que ya no estará permitido obrar
desconsideradamente, como ha sucedido hasta ahora,
con esas pruebas palpables de una existencia distinta de
la que creemos llevar. Entonces resultará asombroso
que habiendo acosado a la verdad de tan cerca, seres
como nosotros se hayan preocupado de proporcionarse
en conjunto una coartada literaria o de cualquier otro
tipo, antes que arrojarse al agua sin saber nadar o entrar
en el fuego sin creer en el fénix, para alcanzar esa
verdad.
La culpa, lo repito, no nos corresponde a todos por
igual. Al tratar de la carencia de rigor y de pureza en la
que han naufragado esas tentativas elementales, cuento
con hacer notar lo que hay de contaminado, en la hora
actual, en un número ya demasiado grande de obras que
pasan por ser expresión valedera del surrealismo. Nie-
go, para una gran parte, la adecuación de esa expresión
a esta idea. A la cólera y a la inocencia de ciertos
hombres que están por llegar corresponderá extraer del
surrealismo lo que ha de seguir estando vivo, y restituir-
lo, al precio de un buen saqueo, a sus objetivos propios.
De aquí a entonces nos bastará, a mis amigos y a mí,
empinar con un discreto empuje, como lo hago aquí, la
silueta inútilmente cargada de flores pero siempre alta-
nera. La muy escasa proporción en que, de ahora en
adelante, el surrealismo se nos escapa, no puede hacer-
nos temer que sirva a otros contra nosotros. Natural-
mente, es lamentable que Vigny haya sido un ser tan
presuntuoso y estúpido, y que Gautier haya tenido una
chochera senil, pero no es lamentable para el romanti-
cismo. Entristece pensar que Mallarmé fue un perfecto
pequeño burgués, o que hubo gente que creyó en el
) 1 2 8 (
valor de Moréas, pero si el simbolismo era algo, no
habrá por qué entristecerse por el simbolismo, etcétera.
Del mismo modo no creo que signifique un grave incon-
veniente para el surrealismo registrar la pérdida de tal
o cual personalidad, aunque sea brillante, y especial-
mente en el caso en que ésta, que por eso mismo, ya no
es más completa, indica a través de todo su comporta-
miento que desea reintegrarse a la norma. Esa es la
razón por la cual, después' de haberle concedido un
tiempo increíble para que se rectificara de lo que espe-
rábamos sólo fuera un error pasajero de su facultad
crítica, estimo que nos enfrentamos con la obligación de
darle a entender a Desnos que, sin esperar ya más nada
de él, no podemos más que liberarlo de todo compro-
miso adquirido ante nosotros. No hay duda de que
cumplo esta tarea con cierta tristeza. A diferencia de
nuestros primeros compañeros de ruta que jamás he-
mos pensado retener, Desnos ha desempeñado en le
surrealismo un papel necesario, inolvidable, y éste sería
el momento menos oportuno para negarlo. (Pero tam-
bién Chirico, y sin embargo...) Libros como Duelo por
duelo, La libertad o el amor, Son las botas de siete leguas
esta frase: yo me veo, y todo lo que la leyenda, menos
bella que la realidad, concederá a Desnos como premio
de una actividad que no se prodigó únicamente en
escribir libros, militarán largo tiempo en favor de lo que
él en este momento está empeñado en combatir. Baste
con recordar que esto sucedía hace cuatro o cinco años.
Desde entonces, a Desnos, completamente abandona-
do en este terreno por los mismo poderes que lo habían
exaltado algún tiempo (y que parece ignorar todavía hoy
que son poderes de las tinieblas), se le ocurrió desgra-
ciadamente actuar en el plano real donde él era un
hombre más solo y más desposeído que nadie, como
) 1 2 9 (
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Á
todos aquellos que han visto, repito: han visto lo que los
otros temen ver y que más que vivir lo que “es”, están
condenados a vivir lo que “fue” o lo que “será”. “Caren-
te de cultura filosófica”, como lo proclama hoy irónica-
mente, pero mejor que carente de cultura filosófica,
carente de espíritu filosófico y carente también, como
consecuencia, de capacidad para preferir su personaje
interior a tal o cual personaje exterior de la historia
— realmente qué idea infantil: ¡tomarse por Robespie-
rre o por Hugo! Todos lo que lo conocen saben que eso
es lo que le habría impedido a Desnos ser Desnos — por
lo que creyó poder entregarse impunemente a una de
las actividades más peligrosas que existen, la actividad
periodística, y, en función de ella, dejar de responder
por su cuenta a un número limitado de intimaciones
perentorias que ha debido enfrentar el surrealismo du-
rante su trayecto: marxismo y antimarxismo, por ejem-
plo. Ahora que este método individualista ha hecho su
prueba, que esta actividad en Desnos ha devorado com-
pletamente a la otra, nos resulta lamentablemente im-
posible no extraer algunas conclusiones al respecto.
Afirmo que a esta actividad, que desborda en el momen-
to actual el marco dentro del cual ya resultaba muy poco
tolerable que se ejerciera ( Paris-Soir , le Soir, Le Merle),
corresponde denunciarla como confusionista en alto
grado. El artículo titulado: “Los mercenarios de la opi-
nión”, entregado como regalo de alegre avenimiento al
notable tacho de basura que representa la revista Bifur 18 ,
es lo bastante elocuente por sí mismo; Desnos pronun-
cia allí su condena, ¡y en qué estilo!: “Las costumbres
del redactor son variadas. En general es un empleado
relativamente puntual, medianamente perezoso ”, etc. Se
advierten allí homenajes al señor Merle, al señor Cle-
menceau y esta confesión más desoladora todavía que
) 1 3 0 (
SEGUNDO MANIFIESTO
el resto: “el diario es un ogro que mata a aquellos de los
cuales vive”.
Con todo esto no resulta asombroso leer en un diario
cualquiera el siguiente estúpido suelto: “Robert Desnos,
poeta surrealista, a quien Man Roy solicitó el guión de su
films Estrella de mar, efectuó el año pasado un viaje a
Cuba conmigo. ¿Y saben ustedes lo que Robert Desnos
me recitó bajo las estrellas tropicales? Alejandrinos, a-
le-jan-dri-nos. Y ( pero no lo revelen para no hundirá este
encantador poeta ), cuando estos alejandrinos no eran de
Racine, eran de él mismo ”. Creo que los alejandrinos en
cuestión hacen pareja con la prosa aparecida en Bifur.
Esta broma que ya ni siquiera es de mal gusto comenzó
el día en que Desnos, rivalizando en ese pastiche con el
señor Ernest Raynaud, se creyó autorizado a fabricar
un poema completo de Rimbaud que nos faltaba. Ese
poema, de una audacia ciega, apareció desgraciada-
mente con el título: “Los que velan” 19 , de Arthur Rim-
baud, al comienzo de “La libertad o el amor”. No pienso
que agregue nada, igual que otros del mismo género que
siguieron, a la gloria de Desnos. Importa, en efecto, no
sólo coincidir con los especialistas en que esos versos
son malos (falsos, ripiosos y huecos ), sino además de-
clarar que, desde el punto de vista surrealista, testimo-
nian una ambición ridicula y una incomprensión
inexcusable de los fines poéticos actuales.
Esta incomprensión, de parte de Desnos y de algunos
otros, está tomando, además, un rumbo tan activo que
me dispensa de un largo epílogo al respecto. Me reser-
varé como prueba decisiva la incalificable idea que han
tenido de usar como emblema de una boite de Montpar-
nasse, teatro habitual de sus pobres hazañas nocturnas,
el único nombre lanzado a través de los siglos que
constituyó un desafío puro a todo lo que hay de estúpi-
) i 3 l (
SEGUNDO MANIFIESTO
do, de bajo y de repugnante sobre la tierra: Maldoror.
“Parece que las cosas no marchan bien entre los
surrealistas. Esos señores Bretón y Aragón se habrían
vuelto insoportables con sus aires de gran poderío. Has-
ta me han dicho que se los podría tomar por dos subo-
ficiales ‘enganchados’. Entonces, ¿sabe usted lo que
ocurre? Hay gente a la que no le gusta eso. En pocas
palabras, habría algunos que están de acuerdo en bau-
tizar Maldoror un nuevo cabaret-dancing de Montpar-
nasse. Dicen textualmente que Maldoror para un
surrealista es el equivalente de Jesucristo para un cris-
tiano, y que ese nombre empleado en un letrero va a
escandalizar seguramente a esos señores Bretón y Ara-
gón”. ( Candide , 9 de enero de 1930). El autor de las
líneas precedentes, que estuvo en el lugar, nos transmite
sin mayor malicia, y en el estilo descuidado que es de
práctica, estas observaciones: “... En ese momento llegó
un surrealista, lo que hizo un cliente más. ¡Y qué cliente!
El señor Robert Desnos. Provocó gran decepción al
pedir sólo un limón exprimido. Ante la estupefacción ^
general, explicó con voz abrumada:
— No puedo tomar otra cosa. ÍNo me desemborracho
desde hace dos días!
¡Qué lástima!”
Naturalmente, me sería demasiado fácil obtener ven-
taja del hecho de que hoy no se cree poder atacarme sin
“atacar” al mismo tiempo a Lautréamont, es decir lo
inatacable. Desnos y sus amigos me permitirán repro-
ducir aquí, con toda serenidad, algunas frases esenciales
de mi contestación a una encuesta ya antigua del Disque
Ven 20 , frases a las que no tengo nada que cambiar y a las
cuales no podrán negar que ellos dieron su completa
aprobación:
“A pesar de vuestros esfuerzos, muy poca gente se
guía hoy por este fulgor inolvidable: Maldoror y las
Poesías una vez cerrados, queda este fulgor que no
tendríamos que haber conocido para atrevernos verda-
deramente a realizarnos y ser. La opinión de los otros
importa poco. Lautréamont, un hombre, un poeta, hasta
un profeta: ¡vamos! La pretendida necesidad literaria a
la que recurrís no logrará jamás apartar al Espíritu de
esa intimación — la más dramática que existió jamás — ,
ni de lo que es y seguirá siendo la negación de toda
sociabilidad, de toda imposición humana, ni tampoco
logrará convertirla en un valor de cambio precioso y en
un elemento cualquiera de progreso. La literatura y la
filosofía contemporánea se debaten inútilmente por no
tener en cuenta una revelación que las condena. El
mundo entero va a soportar las consecuencias sin saber-
lo, y ésta es la razón por la que los más clarividentes, los
más puros de entre nosotros, se ven obligados a morir
en la brecha. La libertad, señor...”
Una negación tan grosera como la asociación de la
palabra Maldoror a la existencia de un bar inmundo, es
suficiente para que me abstenga de ahora en adelante,
de formular el menor juicio sobre lo que Desnos escriba.
Atengámonos poéticamente a ese derroche de cuarte-
tas*. Ahí puede verse adónde lleva el uso inmoderado
del don verbal cuando está destinado a enmascarar una
ausencia radical de pensamiento y a volver a ligarse con
la tradición imbécil del poeta “en las nubes”: en el
momento en que esta tradición está rota y, mal que pese
a ciertos rimadores retrasados, bien rota; en el momen-
to en que ha cedido ante los esfuerzos aunados de
hombres que ponemos al frente porque han querido
realmente decir algo: Borel, el Nerval de Aurelia, Bau-
* Ver Corps el biens, N. R. F., 1930, las últimas páginas.
iaife
) 1 3 2 (
) 1 3 3 (
S t ü U « u u m a o i r i n ^ i íj
delaire, Lautréamont, el Rimbaud de 1874 a 1875, el
primer Huysmans, el Apollinaire de los “poemas-con-
versaciones” y de las “Cualesquierías” 21 , resulta penoso
que uno de aquellos que considerábamos de los nues-
tros intente hacernos desde el exterior el cuento del
Barco ebrio o adormecernos al ruido de las Estancias 22
Es cierto que el problema poético ha dejado en estos
últimos años de plantearse desde el ángulo esencial-
mente formal y, en verdad, nos interesa más juzgar el
valor subversivo de una obra, como la de Aragón, Cre-
vel, Eluard, Péret, apreciándola en su luz propia y en
todo lo que bajo- esta luz lo imposible entrega a lo
posible, lo permitido roba a lo prohibido, que averiguar
por qué tal o cual escritor estima necesario, en este y
otro lugar, hacer punto y aparte. Razón de menos para
que vengan a hablarnos todavía de censura: ¿cómo es
posible que no se encuentren entre nosotros algunos
partidarios de una técnica particular del “verso libre”,
y por qué no exhumar el cadáver Robert de Souza?
Desnos habla en broma: no estamos dispuestos a tran-
quilizar al mundo tan fácilmente.
Cada día nos aporta, en el orden de la fe y la espe-
ranza depositadas demasiado generosamente —salvo
raras excepciones — en los seres, una nueva decepción
que es preciso tener el valor de confesar, aunque más
no sea — por razones de higiene mental — para cargarla
en el rubro terriblemente deudor de la vida. No le
correspondía a Duchamp la libertad de abandonar la
partida que jugaba por la época de la guerra por una
partida de jaques 23 interminables, que da quizás una
idea curiosa de una inteligencia resistente a \& servidum-
bre, pero también —siempre ese execrable H arran-
cón la apariencia de estar enormemente afectada de
escepticismo en la medida en que rehúsa explicar el por
qué. Menos todavía conviene que nos detengamos en el
señor Ribemont-Dessaignes por haber publicado, a
continuación de El emperador de la China , una serie de
desagradables novelitas policiales —hasta firmadas:
Dessaignes — en los más bajos pasquines cinematográ-
ficos. Me preocupo, en fin, cuando pienso que Picabia
podría hallarse en vísperas de renunciar a una actitud
de provocación y de furor casi puros, que a nosotros
mismos nos fue a veces difícil llegar a conciliar con la
nuestra, pero que por lo menos en poesía y en pintura
nos ha parecido siempre que se sostenía admirablemen-
te: “Aplicarse a su trabajo y aportarle el ‘oficio’ sublime,
aristocrático, que nunca fue obstáculo para la inspira-
ción poética, y que permite a una obra atravesarlos siglos
y permanecer joven... hay que tener cuidado... hay que
apretar filas y no echarse zancadillas entre los concien-
zudos... hay que favorecer la aparición del ideal”, etcé-
tera. Aunque fuera por lástima hacia Bifur, donde
aparecieron estas líneas, ¿es realmente el Picabia que
hemos conocido el que habla de este modo?
Dicho esto, nos domina, en compensación, el deseo
de hacerle a un hombre — del que nos hemos encontra-
do separados por largos años — la justicia de declarar
que su pensamiento nos interesa siempre, que a juzgar
por lo que todavía podemos leer de él sus preocupacio-
nes no se nos han vuelto extrañas, y que, en esas condi-
ciones, es oportuno pensar que nuestro malentendido
con él estuvo fundado en algo mucho menos grave de lo
que pudimos creer. Es muy posible que Tzara, que a
comienzos de 1922, época de la liquidación de “Dada”
como movimiento, no estaba de acuerdo con nosotros
) 1 3 4 (
) 1 35 (
SEGUNDO MANIFIESTO
en cuanto a los medios prácticos de proseguir la activi-
dad común, haya sido víctima de las excesivas preven-
ciones que nosotros teníamos, par realizar esa
liquidación, contra él t- también él tema muchas pre-
venciones contra nosotros— y que, en ocasión de la
famosa representación del “Corazón con barba” 25 , para
que nuestra ruptura tomara el giro conocido bastó un
gesto inoportuno de su parte, gesto sobre cuyo sentido
él declara —lo sé desde hace muy poco — que hubo entre
nosotros un equívoco. (Es necesario reconocer que el
objetivo primordial de los espectáculos “Dada” fue
siempre provocar la mayor confusión posible, y que en
el espíritu de los organizadores nada prevalecía tanto
como el llevar al colmo el malentendido entre el esce-
nario y la sala. Lo que pasó fue que no nos encontramos
todos, en es velada, del mismo lado). Por mi parte
acepto de muy buen grado esa versión, por lo que no veo
ninguna otra razón para no insistir, ante quienes han
estado mezclados en esos incidentes, en que los echen
al olvido. Desde que sucedieron, estimo que habiendo
siempre sido clara la actitud intelectual de Tzara, sería
dar pruebas de estrechez mental no hacerlo constar
públicamente. En lo que concierne a mis amigos y a mí,
nos gustaría señalar con este acercamiento que lo que
guía en cualquier circunstancia nuestra conducta no es,
ni mucho menos, el deseo sectario de hacer prevalecer
a toda costa un punto de vista al que ni siquiera pedimos
a Tzara que adhiera íntegramente, sino más bien el
escrúpulo de reconocer la validez — lo que para noso-
tros es la validez— en el lugar donde se encuentre.
Tanto creemos en la eficacia de la poesía de Tzara que
la consideramos, fuera del surrealismo, como la única
verdaderamente ubicada. Cuando hablo de su eficacia
• quiero dar a entender que ella opera en el dominio más
) 1 36 (
vasto, y que hoy señala un paso en el sentido de la
liberación humana. Cuando digo que está ubicada se
comprende que la opongo a todas aquellas que podrían
ser tanto de ayer como de anteayer; en la primera fila
de las cosas que Lautréamont no ha vuelto totalmente
imposibles, está la poesía de Tzara. De nuestros pája-
ros 16 acaba de aparecer, y no será felizmente el silencio
de la prensa el que detenga tan pronto sus estragos.
Sin llegar a pedirle a Tzara que retome sus posicio-
nes, querríamos simplemente inducirlo a que su activi-
dad se haga más manifiesta de lo que ha sido en los
últimos años. Sabiendo que él mismo está deseoso de
unir como antes sus esfuerzos con los nuestros, le recor-
damos que él, según su propia confesión, escribía tan
sólo "para buscar hombres y nada más”. A este respecto
debe recordar que pensábamos como él. No demos
lugar a creer que nos hemos encontrado de ese modo
para después perdernos.
Busco todavía a nuestro alrededor alguien con posi-
bilidades de cambiar una señal de inteligencia; pero
nada. Convendría quizás, a lo sumo, hacerle observar a
Daumal — que realiza en le Grand Jeu 27 una interesante
encuesta sobre el diablo— que nada nos impediría
aprobar gran parte de sus declaraciones (que firma solo
o con Lecomte) si no nos hubiese quedado la impresión
medianamente desastrosa de su debilidad en determi-
nada circunstancia*. De todos modos es lamentable que
Daumal haya evitado hasta el presente precisar su po-
sición personal y, por la parte de responsabilidad que le
toca, la del Grand Jeu con respecto al surrealismo. No
se comprende bien por qué todo el inusitado exceso de
honores volcados en Rimbadud no le valga a Lautréa-
* Ver “A suivre” ( Variétés , junio de 1929).
) 1 3 7 (
SEGUNDO MANIFIESTO
mont la deificación pura y simple. “La incesante con-
templación de una Evidencia negra, fauce absoluta”,
estamos de acuerdo, justamente a eso estamos conde-
nados. ¿Con qué fines mezquinos, entonces, oponer un
grupo a otro? ¿Por qué si no es para diferenciarse
inútilmente, hacer como si nunca se hubiera oído hablar
de Lautréamont? “Pero los grandes anti-soles negros,
pozos de verdad en la trama esencial, en el velo gris del
cielo curvo, van y vienen y se aspiran entre sí, y los
hombres los denominan ausencias”. (Daumal: “Fuego
graneado”, Le Grand Jeu, primavera de 1929). Quien
habla así teniendo el valor de decir que ya no es dueño
de sí mismo no tiene por qué preferir, como no tardará
en advertirlo, estar apartado de nosotros.
Alquimia del verbo: estas palabras que se repiten un
poco al azar hoy en día exigen ser tomadas al pie de la
letra. Si el capítulo de Una temporada en el infierno que
ellas denominan no justifica quizás toda su ambición, no
es menos cierto que puede ser considerado del modo
más auténtico como el incentivo de la difícil actividad
que hoy sólo el surrealismo prosigue. Pecaríamos de
puerilidad literaria si pretendiéramos que no es mucho
lo que debemos a ese ilustre texto. ¿El admirable siglo
XIV es menos grande en el sentido de la esperanza (y,
por supuesto, en el de la desesperanza) humana por el
hecho de que un hombre del genio de Flamel recibiera
de una potencia misteriosa el manuscrito, que ya existía,
del libro de Abraham el Judío, o porque los secretos de
Hermes no se habían perdido completamente? No lo
creo, y considero que las búsquedas de Flamel, con todo
lo que aparentemente muestran de éxito concreto no
pierden nada por haber sido de ese modo ayudadas o
anticipadas. Del mismo modo, en nuestra época, todo
pasa como si algunos hombres acabaran de ser puestos
) 1 3 8 (
en posesión, por vías sobrenaturales, de una singular
antología, producto de la colaboración de Rimbaud,
Lautréamont y algunos otros, y como si una voz les
hubiese dicho, como el ángel a Flamel: “Mirad con
atención este libro, ahora no comprendéis nada, ni
vosotros ni muchos otros, pero un día veréis en él lo que
nadie sería capaz de ver”*. Ya no depende de ellos
arrancarse a esta contemplación. Me gustaría que se
Hacía tres semanas que estaba escrito este pasaje del
Segundo manifiesto del surrealismo cuando entré en cono-
cimiento del artículo de Desnos titulado “El misterio de
Abraham el Judío” que acababa de aparecer la antevíspera
en el n° 5 deDocuments. “Está fuera de toda duda, escribía
yo el 13 de noviembre, que Desnos y yo, hacia la misma
época, estábamos embargados por idéntica preocupación,
aunque actúabamos con una completa independencia exte-
rior. Valdría la pena dejar establecido que ninguno de
nosotros pudo estar informado de los designios del otro, y
creo poder afirmar que el nombre de Abraham el Judío no
se pronunció jamás entre nosotros. Dos de las tres figuras
que ilustran el texto de Desnos (la interpretación vulgar
que hace deellas me parece criticable; por otra parte datan
del siglo XVII) son precisamente aquellas de las que más
adelante doy una descripción por Flamel. No es la primera
vez que una historia semejante me ocurre con Desnos.
(Ver “Entrada de los médium”, y “Las palabras sin arru-
gas”, en Les Pas perdus, ediciones N. R. F.). A nada he
conferido nunca más valor que a la producción de tales
fenómenos mediúmnicos que son capaces de sobrevivir
hasta a los vínculos afectivos. A este respecto no estoy a
punto de cambiar, según creo haberlo dado a entender con
bastante claridad en Nadja".
G. H. Riviére, en Documents, me ha informado después
que Desnos, cuando se le pidió que escribiera sobre Abra-
ham el Judío, oía hablar de él por primera vez. Su testimo-
nio que me obliga a abandonar prácticamente en este caso
la hipótesis de una transmisión directa del pensamiento,
me parece que podría invalidar el sentido general de mi
observación.
) 1 3 9 (
SEGUNDO MANIFIESTO
observara con atención que las búsquedas surrealistas
presentan con las alquímicas una notable comunidad de
objetivos: la piedra filosofal es aquello que debía permi-
tir a la imaginación del hombre tomarse un estruendoso
desquite; y aquí estamos de nuevo, después de siglos de
domesticación del espíritu y de resignación absurda,
intentando emancipar definitivamente esa imaginación
por el “largo, inmenso y razonado desorden de todos los
sentidos” 28 , y así sucesivamente. Tal vez nos hemos
reducido a adornar modestamente las paredes de nues-
tra vivienda con figuras que de entrada nos parecen
bellas, siempreimitándolo a Flamel antes de que hubie-
ra encontrado su primer agente, su “materia”, su “hor-
no”. De ese modo le gustaba mostrar “un rey con una
gran cuchilla que hacía matar en su presencia por sóida -
dos a una gran multitud de niños pequeños, cuyas madres
lloraban a los pies de los despiadados gendamies; la
sangre de los pequeños era recogida por otros soldados y
puesta en una gran vasija, en la que venían a bañarse el
Sol y l a Luna del cielo ”, y muy cerca había "un joven con
alas en los talones y un caduceo en la mano, con el cual
golpeaba una celada que le cubría la cabeza. Hacia el
joven venía corriendo y volando con alas desplegadas un
gran anciano que tenía un reloj sujeto a la cabeza ¿No
es acaso el cuadro surrealista? ¿Y quién sabe si más
adelante no nos encontraremos ante la necesidad, gra-
cias o no a una nueva evidencia, de servirnos de objetos
completamente novedosos o considerados fuera de uso
para siempre? No creo que debamos comenzar nueva-
mente a devorar corazones de topo o a escuchar, como
si fuera el palpitar del propio corazón, el del agua que
bulle en una caldera. O más bien yo no sé nada; espero.
Sólo sé que el hombre no está al cabo de sus sufrimien-
tos, y todo lo que saludo es el retorno de es e, furor en el
) 1 4 0 (
que Agripa distinguía inútilmente o no cuatro especies.
En el surrealismo sólo tenemos que ver con ese furor. Y
que se entienda claramente que no se trata de un simple
agrupamiento de palabras o de una distribución capri-
chosa de las imágenes visuales, sino de la recreación de
un estado que nada tiene que envidiarle a la alienación
mental; los autores que cito se han explicado suficien-
temente a este respecto. Que Rimbaud haya considera-
do necesario excusarse de lo que llama sus “sofismas”
no nos importa; que eso, según su expresión, haya pa-
sado, es algo que no ofrece para nosotros el menor
interés. No vemos en ello sino una pequeña cobardía
muy corriente que nada permite conjeturar de la suerte
que pueda tener un grupo de ideas. “Hoy sé saludar a la
belleza ’ ag ; lo imperdonable en Rimbaud es haber pre-
tendido hacernos creer en una segunda fuga de su parte,
en el momento en que volvía a encarcelarse. Alquimia
del verbo: igualmente resulta sensible que la palabra
“verbo” esté tomada aquí en un sentido algo restringido,
y Rimbaud parece reconocer, por otra parte, que las
“antiguallas poéticas” ocupan demasiado lugar en esta
alquimia. El verbo es algo más, y para los cabalistas, por
ejemplo, es nada menos que aquello a cuya imagen fue
creada el alma humana; se sabe que se lo ha hecho
ascender hasta constituir el primer ejemplar de la causa
de las causas; de esta manera, está tanto en lo que
tememos como en lo que escribimos y en lo que ama-
mos.
Sostengo que el surrealismo está todavía en el perío-
do de preparativos, y me apresuro a agregar que es
posible que este período dure tanto como yo ( como yo
en la muy débil medida en que todavía no estoy en
situación de admitir que un tal Paul Lucas encontró a
) 1 4 1 (
xs w
íti ía n i r i n, ^ i O
Flamel en Brousse a comienzos del siglo XVII; que el
mismo Flamel, acompañado de su mujer y de un hijo,
fue visto en la Opera en 1761, y que hizo una breve
aparición en París el mes de mayo de 1819, época en la
cual se cuenta que alquiló un comercio en París en el
número 22 de la calle Cléry). El hecho es que, hablando
burdamente, esos preparativos son de orden “artístico”.
Preveo, con todo, que se acabarán, y que entonces las
ideas perturbadoras que el surrealismo oculta aparece-
rán con un ruido de inmenso desgarramiento, y se des-
pacharán a gusto. Todo debe esperarse del moderno
mecanismo de orientación de ciertas voluntades venide-
ras: al afirmarse después de las nuestras, serán más
implacables que las nuestras. De todas maneras estare-
mos satisfechos de haber contribuido a establecer la
inanidad escandalosa de lo que todavía se pensaba a
nuestra llegada y de haber sostenido — aunque no fuera
más que sostenido — la necesidad de que el pensamien-
to sucumbiera al fin ante lo pensable.
Es lícito preguntarse a quién, exactamente, buscaba
Rimbaud desalentar al poner al borde del estupor o de
la locura a aquellos que intentaran seguir sus huellas.
Lautréamont comienza por prevenir al lector que “a no
ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una
tensión espiritual equivalente por lo menos a su descon-
fianza, las emanaciones mortíferas de este libro — Los
cantos de Maldoror— impregnarán su alma, igual que
el agua impregna el azúcar”-, pero tiene la precaución de
agregar que “solamente a algunos les será dado saborear
sin riesgo este fruto amargo”. Este problema de la mal-
dición que hasta ahora no ha motivado sino comentarios
irónicos o atolondrados, está más que nunca de actua-
lidad. El surrealismo lleva todas las de perder si quiere
alejar de sí esa maldición. Importa reiterar y mantener
) 1 4 2 (
aquí el “Maranata” de los alquimistas, colocado en el
umbral de la obra para detener a los profanos. Creo que
esto es lo que más urge hacerles comprender a algunos
de nuestros amigos, por ejemplo a aquellos que me
parecen demasiado preocupados por la venta y coloca-
ción de sus cuadros. “Me gustaría mucho , escribía re-
cientemente Nougé, que aquellos de nosotros cuyos
nombres comienzan a destacarse un poco, los borraran
Aunque no sepa yo con claridad a quién se dirigen estas
frases, considero, de todos modos, que no es pedirles
demasiado tanto a unos como a otros que cesen su
exhibición complaciente y su presentación en el tablado.
La aprobación del público debe rehuirse por encima de
t odo. H ay que impedir la entrada del público si se quiere
evitar la confusión. Agrego que es necesario mantenerlo
enfurecido a la puerta mediante un sistema de desafíos
y provocaciones.
PIDO LA OCULTACIÓN PROFUNDA, VERDADERA
DEL SURREALISMO*.
Proclamo en este asunto el derecho a la absoluta
* Pero ya oigo que me preguntan cómo proceder para esa
ocultación. Independientemente del esfuerzo encaminado
a arruinarla tendencia parasitaria y “francesa” que querría
ver al surrealismo terminar fabricando canciones, conside-
ro que sería por demás interesante intentar un examen
serio de esas ciencias — hoy completamente desacredita-
das por diversos motivos — , como la astrología entre todas
las antiguas y la metapsíquica (en especial en lo que con-
cierne al estudio de la criptestesia) entre las modernas.
Sólo se trata de encarar esas ciencias con la menor descon -
fianza posible, y para ello es suficiente, en los dos casos,
con hacerse una idea precisa, positiva, del cálculo de proba-
bilidades. Pero es conveniente que, en todas las ocasio-
) 1 4 3 (
SEGUNDO MANIFIESTO
severidad. Ni concesiones al mundo ni perdón. Con la
terrible decisión en la mano.
i Abajo los que lleguen a distribuir el pan maldito a
los pájaros!
“Todo hombre que, deseoso de alcanzar el supremo
objetivo del alma, parte para interrogar a los Oráculos,
se lee en el T ercer Libro de la Magia, debe, para lograrlo,
apartar enteramente de su espíritu las cosas vulgares,
debe purificarlo de toda enfermedad, debilidad de espíri-
tu, malicia o parecidos defectos, y de toda condición
contraria a tarazón que la acompaña como la herrumbre
al hierro y el Cuarto Libro precisa enérgicamente que
nes, no deleguemos en manos de nadie la operación del
cálculo. Establecido esto, considero que no puede dejar-
nos indiferentes el hecho de que ciertos sujetos sean capa-
ces de reproducir un dibujo encerrado en un sobre opaco,
en ausencia del autor del dibujo y de cualquier otro que
estuviera informado de lo que se trata. En el curso de
diversas experiencias concebidas al estilo de los “juegos de
sociedad”, cuyo carácter de distracción o hasta recreativo
no me parece que disminuya en nada su alcance — textos
surrealistas obtenidos simultáneamente por diversas per-
sonas que escriben, en un plazo dado, y en la misma
habitación, colaboraciones que deben llevar a la creación
de una frase o de un dibujo único en los que un solo
elemento (sujeto, verbo o atributo; cabeza, tronco o pier-
nas) es aportado porcada uno (“El Cadáver exquisito”, ver
La Révolution Surréaliste, N° 9-10, y Variétés, junio de
1929), o llevar a la definición de una cosa que no se sabe
cuál es (“El diálogo en 1 928”, ver La Révolution Surréaliste,
N° 11), o a la conjetura de acontecimientos provocados
por la realización de ciertas condiciones absolutamente
imprevisibles (“Juegos surrealistas”, ver Variétés, junio de
1929), etc. — creemos haber hecho surgir una curiosa
posibilidad del pensamiento que sería la de su utilización
en común. Lo cierto es que de ese modo se establecen sor-
) 1 4 4 (
la revelación esperada exige además que uno se man-
tenga en “un lugar puro y claro, rodeado por todas partes
de blancos cortinados ”, y que sólo puede afrontarse a
los malos espíritus tan bien como a los buenos según el
grado de “dignificación” que se ha alcanzado. Insiste
sobre la circunstancia de que el libro de los malos
Espíritus está hecho de un papel muy puro y que no ha
servido nunca para ningún otro uso, y que se denomina
comúnmente pergamino virgen.
No hay ningún ejemplo de que los magos hayan
descuidado la limpieza resplandeciente de sus vesti-
mentas y de su alma, y yo no comprendería por qué, si
prendentes relaciones, se manifiestan notables analogías e
interviene a menudo un inexplicable factor de infabilidad,
y, en definitiva, eso constituye una de las zonas de conver-
gencia más asombrosas. Nos limitamos, por ahora, sola-
mente a señalarlos. Es evidente, por otro lado, que
significaría cierta vanidad de nuestra parte contar exclusi-
vamente con nuestros recursos en este terreno. Además de
las exigencias del cálculo de probabilidades (casi siempre
desproporcionadas en metapsíquica con los beneficios que
se pueden obtener del simple aporte de hechos, y que para
comenzar nos obligarían a la espera de serdiez ocien veces
más numerosos), es necesario contar también con el don
— particularmente mal repartido entre las gentes, desgra-
ciadamente más o menos imbuidas de psicología escolar —
que corresponde al desdoblamiento y la videncia. Nada
sería tan útil a este respecto como “vigilar" a ciertos sujetos,
tomados tanto del mundo normal como del otro, hacién-
dolo con un espíritu que desafíe a la vez el espíritu del
barracón de feria y el del gabinete médico, o sea, con el
espíritu surrealista. El resultado de esas observaciones
debe quedar registrado exclusivamente de un modo realis-
ta, al margen de toda poetización. Pido, una vez más, que
les cedamos el lugar a los médium, quienes, aunque en
pequeño número, existen, y que subordinemos el interés de
lo que hacemos — que no debe ser sobrestimado— al que
presente cualquiera de sus mensajes. Glorificada sea — he-
) 1 45 (
esperamos lo que esperamos de ciertas prácticas de
alquimia mental, podemos aceptar mostrarnos, en ese
punto, menos exigentes que ellos. Esto es, sin embargo,
lo que nos reprochan más acremente, y lo que está
menos dispuesto a dejarnos pasar el señor Bataille, que
conduce, en el momento actual, en la revista Docu-
ments, una divertida campaña contra lo que él llama “la
sórdida sed de todas las integridades”. El señor Bataille
me interesa solamente en la medida en que se jacta de
oponer a la dura disciplina del espíritu a la que nosotros
supeditamos directamente todo —y no vemos inconve-
niente en que ‘Hegel sea considerado el principal res-
mos dicho Aragón y yo — la histeria y su cortejo de muje-
res jóvenes y desnudas que se deslizan por los techos. El
problema de la mujer es el más maravilloso y perturbador
que existe en el mundo; y eso en la medida misma en que
nos lleva a él la fe que un hombre no corrompido debe ser
capaz de depositar no solamente en la Revolución sino
también en el amor. Insisto en ello tanto más que esta
insistencia es la que parece haberme valido hasta ahora la
mayor animosidad. Sí, creo, y lo he creído siempre, que el
renunciamiento al amor, fundado o no en un pretexto
ideológico, es uno de los pocos crímenes inexplicables que
un hombre dotado de cierta inteligencia pueda cometer en
el curso de su demasiado sombría existencia. Unos, que se
dicen revolucionarios, querrían sin embargo persuadirnos
de la imposibilidad del amoren un régimen burgués, otros
pretenden deberse a una causa más ferviente que el amor
mismo; la verdad es que casi nadie se atreve a afrontar, con
los ojos abiertos, esa gran claridad del amor en la que se
confunden, para la suprema edificación del hombre, las
obsesionantes ideas de salvación y de perdición del espíri-
tu. Si no se está a este respecto en actitud de expectación
o de receptividad perfecta, ¿quién puede — preguntoyo —
tomar humanamente la palabra?
Yo escribía recientemente en una introducción a una
encuesta de La Révolution Surréaliste:
) 1 4 6 (
StUUlNOU IVI n :i 1 i i o I ^
ponsable — una disciplina que no alcanza ni siquiera a
parecer más laxa, pues tiende a ser la del no-espíritu (y
es por otra parte allí donde Hegel acecha). El señor
Bataille hace profesión de no querer considerar en el
mundo sino lo más vil, lo más desalentador y lo más
corrompido, e invita al hombre, para evitar ser útil a
cualquier cosa determinada, “a correr absurdamente con
él — los ojos bruscamente empañados de lágrimas incon-
fesables — hacia ciertas mansiones provincianas con
duendes, más sórdidas que las moscas, más viciosas, más
rancias que salones de peinados”. Me veo llevado a
transcribir estos párrafos porque me parece que no sólo
“Si hay una idea que parece haber rehuido hasta hoy
toda tentativa de vasallaje, y haber hecho frente a los más
grandes pesimistas, esa es la idea de amor, tínica capaz de
reconciliara todos los hombres, transitoriamente o no, con
la idea de vida.
A esta palabra: amor, a la que los chistosos de mal gusto
se han ingeniado en hacer víctima de todas las generaliza-
ciones, todas las corrupciones posibles (amor filial, amor
divino, amor de la patria, etc.), es ocioso decir que le
restituimos aquí su sentido estricto y tremendo de unión
total a un ser humano, fundada en el reconocimiento im-
perioso de la verdad, de nuestra verdad “en un alma y un
cuerpo” que son el alma y el cuerpo de ese ser. Se trata, en
el curso de esa persecución de la verdad que está en la base
de toda actividad valedera, del súbito abandono de un
sistema de búsquedas más o menos pacientes, a favor y en
provecho de una evidencia que nuestros esfuerzos no pro-
vocaron y que cierto día, misteriosamente, se ha encamado
en ciertos rasgos. Lo que decimos tiene por objeto — así lo
esperamos — disuadir de respondemos a los especialistas
del “placer”, a los coleccionistas de aventuras, a los golosos
de la voluptuosidad, por poco que se vean impulsados a
enmascarar líricamente su manía, tanto como a los deni-
gradores y “curadores” del así llamado amor-con-locura y
a los perpetuos enamorados imaginarios.
) 1 4 7 (
SEGUNDO MANIFIESTO
i
comprometen al señor Bataille, sino también a aquellos
antiguos surrealistas que han querido tener libertad de
acción para desprestigiarse un poco en todas partes. Es
posible que el señor Bataille disponga de la fuerza para
agruparlos, y sería muy interesante, a mi entender, que
lo lograra. Dispuestos para la partida de la carrera que,
como acabamos de ver, organiza el señor Bataille, ya
están allí los señores Desnos, Leiris, Limbour, Masson
y Vitrac; es inexplicable que el señor Ribemont-Des-
saignes, por ejemplo, no haya aparecido todavía. Digo
que es sumamente significativo ver reunirse de nuevo a
todos aquellos que una tara cualquiera ha alejado de
En efecto, por esos otros, y solamente por ellos, he
esperado siempre hacerme oír. Más que nunca, puesto que
se trata aquí de las posibilidades de ocultación del surrea-
lismo, me vuelvo hacia aquellos que no temen concebir el
amor como el lugar de ocultamiento ideal para todo pen-
samiento. A ellos les digo: hay apariencias reales, pero existe
un espejo en el espíritu sobre el cual podría inclinarse la
inmensa mayoría de los hombres sin verse. El odioso control
no funciona tan bien. El ser que amas, vive. El lenguaje de la
revelación se expresa con ciertas palabras en voz alta, con
ciertas palabras en vozbaja, desde muchos ladosa la vez. Hay
que resignarse a aprenderlo por fragmentos.
Cuando se piensa, por otra parte, en lo que se expresa
astrológicamente en el surrealismo, de influencia “urania-
na” muy preponderante, ¿cómo no desear, desde el punto
de vista surrealista, que aparezca una obra crítica y de
buena fe consagrada a Uranus, que ayude a colmar, en este
aspecto, la grave y vieja laguna? De más está decir que nada
se ha emprendido todavía en ese sentido. El cielo de
nacimiento de Baudelaire, que presenta la notable conjun-
ción de Urano con Neptuno, por esa razón queda, por así
decir, interpretable. De la conjunción de Urano con Satur-
no, que tuvo lugar de 1896 a 1898 y que sólo se produce
cada cuarenta y cinco años — conjunción que caracteriza
) 1 4 8 (
una primera actividad definida, porque es probable que
lo único que tengan en común es el descontento. Por
otra parte me divierte pensar que no se puede salir del
surrealismo sin caer en el señor Bataille, tan cierto es
que la aversión por el rigor sólo se traduce por una
nueva sumisión al rigor.
Con el señor Bataille, nada que no sea muy conocido:
asistimos a un retorno de la ofensiva del viejo materia-
lismo antidialéctico que intenta, en esta oportunidad,
fraguarse un camino a través de Freud. " Materialismo ,
dice Bataille, interpretación directa , excluyendo todo
idealismo, de los fenómenos en bruto; materialismo que,
para no ser visto como un idealismo caduco, debe basar-
se directamente en los fenómenos económicos y socia-
les”. Como aquí no se especifica “materialismo
histótico” (y además, ¿cómo se podría hacer?), nos
vemos obligados a observar que desde el punto de vista
de la expresión filosófica es vago, y desde el punto de
vista de la novedad poética es nulo.
Pero menos vago es el destino que el señor Bataille
el cielo de nacimiento de Aragón, de Eluard y el mío —
sabemos únicamente por Choisnard que, aunque poco
estudiada aún en astrología, “significaría, muy verosímil-
mente: amor profundo por las ciencias, investigación de lo
misteriosos, exaltado afán de instrucción (El vocabulario
de Choisnard es, por supuesto, cuestionable). El mismo
Chosinard agrega: "¿Quién sabe si la conjunción de Saturno
con Urano no dará origen a una nueva escuela en materia
de ciencia? Este aspecto planetario, ubicado en buen lugar
en un horóscopo, podría corresponder a la naturaleza de un
hombre dotado de reflexión, sagacidad e independencia,
capaz de ser un investigador de primer orden Estas líneas
extraídas de Influencia Astral son de 1893. En 1925, Chois-
nard observó que su predicción parecía en camino de
realizarse.
) 1 4 9 (
SEGUNDO MANIFIESTO
intenta dar a un pequeño número de ideas especiales
que tiene (y que por sus características habría que
averiguar si no se relacionan más bien con la medicina
o el exorcismo), pues, en lo que se refiere a la aparición
de la mosca sobre la nariz del orador (Georges Bataille:
“Figura humana”, Documents , n 2 4), supremo argumen-
to contra el yo, ya conocemos el antiguo argumento
pascaliano e imbécil 30 , hace tiempo que Lautréamont
hizo justicia con él: “El espíritu del más grande hombre
(subrayemos tres veces la frase: más grande hombre)
no es tan dependiente como para que no esté expuesto a
ser perturbado por el menor ruido de la Batahola que se
hace a su alrededor. No es preciso el silencio de un cañón
para anular sus pensamientos. No es preciso el ruido de
una veleta, de una polea. En ese momento la mosca no
razona bien. Un hombre zumba a sus oídos". El hombre
que piensa puede posarse tanto en la cumbre de una
montaña como en la nariz de una mosca. Sólo hablamos
tan largamente de las moscas porque al señor Bataille
le gustan las moscas. A nosotros no nos gustan; preferi-
mos la mitra de los antiguos médium evocadores, la
mitra de puro lino en cuya parte anterior se fijaba una
lámina de, oro, y sobre la cual las moscas no se posaban
porque se habían hecho abluciones para espantarlas. Lo
malo es que el señor Bataille razona, aunque razone
como alguien que tiene “una mosca sobre la nariz”, lo
que lo acerca más bien a un muerto que a un vivo; pero,
en fin, razona . T rata, con ayuda del pequeño mecanismo
que todavía no está totalmente descompuesto en él, de
hacer compartir sus obsesiones; por eso mismo no pue-
de pretender, por más que diga, oponerse como una
bestia a todo sistema. El caso del señor Bataille presenta
el hecho paradójico —y para él incómodo— de que su
fobia de “la idea”, a partir del momento en que intenta
) 1 5 0 (
comunicarla, sólo puede tomar un rumbo ideológico.
Un estado de déficit consciente de forma generalizada,
dirían los médicos. Aquí tenemos, en efecto, alguien
que plantea en principio que “el horror no acarrea
ninguna complacencia patológica, y sólo desempeña el
papel del estiércol en el crecimiento vegetal; estiércol de
un olor sofocante, sin duda, pero saludable para la plan-
ta Esta idea, bajo su apariencia infinitamente trivial,
es por sí misma deshonesta o patológica (quedaría por
probar que Lulio, y Berkeley, y Hegel, y Rabbe, y Bau-
delaire, y Rimbaud, y Marx, y Lenin se han comportado
en la vida como cerdos). Vale la pena destacar que el
señor Bataille hace un abuso delirante de los siguientes
adjetivos: mancillado, vetusto, rancio, sórdido, caduco,
abyecto, y que esas palabras, muy lejos de servirle para
describir un estado de cosas insoportable, le sirven para
expresar con el mayor de los lirismos su delectación.
Habiendo caído en su plato la “escoba innominable” 31
de que habla Jarry, el señor Bataille se declara encan-
tado*. Aquel que durante las horas del día pasea sus
cuidadosos dedos de bibliotecario sobre antiguos y a
menudo seductores manuscritos (se sabe que ejerce esa
profesión en la Biblioteca Nacional) se atiborra por la
noche de las inmundicias con las que le gustaría ver
cargados esos textos igual que lo está él; lo atestigua ese
Apocalipsis de San Severo al que consagró un artículo
en el segundo número de Documents; artículo que es el
prototipo del falso testimonio. Que se tenga a bien
remitirse, por ejemplo, a la lámina del “Diluvio” repro-
ducida en ese número y que se me diga si objetivamente
* Marx, en su Diferencia entre la filosofía de la naturale-
za de Demócrito y la de Epicuro, nos informa de cómo,
en cada época, nacen filósofos-pelos, filósofos uñas, filó-
sofos-dedos de pie, filósofos-excrementos, etc.
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SEGUNDO MANIFIESTO
“un sentimiento jovial e inesperado emana de la cabra
que figura al pie de la página, y del cuervo cuyo pico está
hundido en la carroña (aquí Bataille se exalta) de una
cabeza humana Prestar apariencia humana a elemen-
tos arquitectónicos, como lo hace a todo lo largo de este
estudio, y en otras partes, no es nada más que un signo
clásico de psicastenia. A decir verdad, el señor Bataille
sólo está muy fatigado y, cuando se entrega a la consta-
tación desconcertante de que “el interior de una rosa no
responde en nada a su belleza exterior, y si se arrancan
todos los pétalos de la corola, sólo queda un manojo de
aspecto sórdido ", apenas logra hacerme sonreír con el
recuerdo de ese cuento de Alphonse Aliáis en el que un
sultán ha agotado de tal modo todos los motivos de
distracción que, desesperado por verlo sucumbir al te-
dio, a su gran visir no se le ocurre nada mejor que traerle
una joven muy bella que se pone a danzar, cargada de
velos, para él solo. Es tan bella que el sultán ordena que
cada vez que se detenga hagan caer uno de sus velos.
Apenas acaba de caer el último velo cuando el sultán
hace una nueva señal, indolentemente, para que se la
desnude: se apresuran a desollarla viva. Es absoluta-
mente cierto que la rosa privada de sus pétalos perma-
nece siendo la rosa, y por otra parte, en la historia
precedente, la bayadera sigue danzando.
Porque si me oponen todavía “el gesto desconcertante
del marqués de Sade, encerrado con los locos, que se hace
traer las más bellas rosas para deshojar los pétalos sobre
el magma de un vaciadero”, yo contestaría que para que
este acto de protesta pierda su excepcional alcance,
bastaría con que fuera el producto, no de un hombre
que pasó veintisiete años de su vida en prisión por sus
ideas, sino de un “sedentario” de biblioteca. Todo indu-
ce a creer, en efecto, que Sade —cuya voluntad de
) 1 5 2 (
emancipación moral y social, contrariamente a la del
señor Bataille, está fuera de discusión—, solamente
para obligar al espíritu humano a sacudir sus cadenas,
quiso entendérselas con el ídolo poético, con esa “vir-
tud” convencional que, de buen o mal grado, hace de
una flor, en la medida misma en que cada uno puede
ofrecerla, el vehículo brillante tanto de los sentimientos
más nobles como de los más bajos. Conviene, por otra
parte, reservar la apreciación de un hecho semejante
que, aun cuando no fuera puramente legendario, no
podría en nada invalidar la perfecta integridad del pen-
samiento y de la vida de Sade, y la necesidad heroica
•que tuvo de crear un orden de cosas que no dependiera,
por así decir, de todo lo que había sucedido antes de él.
El surrealismo está menos dispuesto que nunca a
prescindir de esa integridad, a conformarse con lo que
unos y otros le dejan entre dos pequeñas traiciones, que
creen justificar con el oscuro y odioso pretexto de que
es necesario vivir. No tenemos nada que hacer con esta
limosna de “talentos”. Lo que exigimos, creemos que es
de tai naturaleza que induce a un consentimiento o a
una negativa total, y no a contentarse con palabras o a
conversar de esperanzas veleidosas. ¿Se quiere o no se
quiere arriesgarlo todo por lo única alegría de percibir
a lo lejos —en lo más hondo del crisol donde nos
proponemos arrojar nuestras pobres comodidades, lo
que nos queda de buena reputación y nuestras dudas en
las que se mezclan la bella cristalería “sensible” con la
idea radical de impotencia y la estupidez de nuestros
pretendidos deberes— , la luz que dejará de ser desfalle-
ciente?
Afirmamos que la operación surrealista sólo tiene
perspectivas de llegar a buen término si se efectúa en
) 1 5 3 (
condiciones de asepsia moral, de las que muy pocos
hombres quieren oír hablar. Sin embargo, resulta impo-
sible, sin ellas, detener ese cáncer del espíritu que con-
siste en pensar demasiado dolorosamente que ciertas
cosas “son”, en tanto que otras, que muy bien podrían
ser, “no son”. Hemos anticipado que, en el límite, ellas
deben confundirse o interceptarse singularmente. No se
trata de permanecer allí, sino de no poder impedirse de
tender desesperadamente a ese límite.
El hombre que se intimidara erróneamente por algu-
nos enormes fracasos históricos todavía es libre de creer
en su libertad. Él es su propio amo, a despecho de las
viejas nubes que pasan y de sus fuerzas ciegas que
presionan. ¿No tiene él la sensación de la efímera belle-
za arrebatada y de la accesible y durable belleza arreba-
table? Que ese hombre busque bien la llave del amor
que el poeta decía haber encontrado: él la tiene. Sólo de
él depende elevarse por encima del sentimiento pasaje-
ro de vivir peligrosamente y de morir. Que maneje, con
desprecio de todas las prohibiciones, el arma vengadora
de la idea contra la bestialidad de todos los seres y de
todas las cosas, y que un día, vencido —pero solamente
vencido si el mundo es mundo — , reciba la descarga de
sus tristes fusiles como un fuégo de salva.
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SEGUNDO MANIFIESTO
ANTES
Preocupado por la moral, es decir por el sentido de la vida, y
no por la observación de las leyes humanas, André Bretón, por
su amor de la vida exacta y de la aventura, vuelve a dar su
sentido propio a la palabra “religión”.
Robert Desnos, Intenciones.
Querido amigo, la admiración que le tengo no depende de la
perpetua suscitación de sus “virtudes” ni de sus errores.
Georges Ribemont-Dessaignes, Varietés.
Querido Bretón: puede ser que no vuelva jamás a Francia.
Esta noche insulté todo lo que usted puede insultar. Estoy
reventado. La sangre me corre por los ojos, las narices y la
boca. No me abandone. Defiéndame.
Georges Limbour (21 de julio de 1924).
Llego París, gracias.
Limbour (23 de julio de 1924).
...Sé exactamente lo que te debo y sé también que son algunas
nociones que me diste en el curso de nuestras charlas las que
me han permitido llegar a esas comprobaciones. Nosotros
seguimos caminos paralelos. Quisiera que creyeras sincera-
mente que mi amistad por ti no es una cuestión de sonrisas.
Jacques Barón (1929).
Me cuento entre los amigos de Bretón en razón de la confianza
que me dispensa. Pero no es una confianza. Nadie la posee. Es
una gracia, y yo os la deseo. Es la gracia que os deseo.
Roger Vitrac, Le Journal du peuple.
DESPUÉS
Y la última vanidad de ese fantasma será apestar eternamente
entre las pestilencias del paraíso prometido a la próxima y
segura conversión del faisán André Bretón.
Robert Desnos, Un cadáver (1930).
El segundo manifiesto del surrealismo no es una revelación,
es todo un éxito.
No se puede hacer nada mejor en el género hipócrita, traidor,
sobador, sacristán y, para resumirlo todo: polizonte y cura
párroco.
Georges Ribemont-Dessaignes, Un cadáver.
Me dará mucho placer verte sangrar por la nariz.
Georges Limbour (diciembre de 1929).
Era el íntegro Bretón, el salvaje revolucionario, el severo
moralista.
Pues bien, ¡un bonito nene!
Esteta de corral, este animal de sangre fría sólo ha contribuido
a crear la más negra confusión en todo.
Jacques Barón, Un cadáver.
En cuanto a sus ideas, no creo que nadie las haya jamás
tomado en serio, salvo algunos críticos complacientes que él
adulaba, algunos colegiales que empiezan a envejecer y algu-
nas parturientas que sueñan parir monstruos.
Roger Vitrac, Un cadáver.
) 1 5 6 (
) 1 5 7 (
Decididos a usar y aún abusar , en cualquier ocasión, de
la autoridad que confiere la práctica consciente y siste-
mática de la expresión escrita o cualquier otra, solidarios
en todos los puntos con André Bretón y resueltos a dar
aplicación a las conclusiones que surgen de la lectura del
Segundo Manifiesto del Surrealismo, los que suscriben,
escépticos sobre la proyección de las revistas “artísticas y
literarias", han decidido aportar su cooperación a una
publicación periódica, que con el título.
El Surrealismo al servicio de la revolución
no solamente les permitirá responder de una manera
actual a la canalla que hace profesión de pensar, sino que
preparará el vuelco definitivo de las fuerzas intelectuales
hoy activadas en provecho de la fatalidad revolucionaria.
Máxime Alexandre, Aragón, Joe Bousquet, Luis Bu-
ñuel, René Char, Rene Crevel, Salvador Dalí, Paul
Éluard, MaxErnst, Marcel Fourrier, Camille Goemans,
Paul Nougé, Benjamín Péret, Francis Ponge, Marco
Ristitch, Georges Sadoul, Yves Tanguy, André Thirion,
Tristan Tzara, Albert Valentín (1930).
) 1 5 8 (
Prolegómenos a un
tercer manifiesto del
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rKULtiiUMcnuj
Hay , sin duda, demasiado norte en mí para que llegue a
ser jamás el hombre de la adhesión incondicionaL A mis
propios ojos ese norte implica la coexistencia de fortale-
zas naturales de granito y zonas brumosas. Aunque estoy
dispuesto a exigirlo todo de un ser que estimo bello, no
puedo extender el mismo crédito a esas construcciones
abstractas que se denominan sistemas. Frente a ellas mi
fervor declina y se hace evidente que el incentivo del amor
deja de funcionar. Sí, un sistema puede cautivarme, pero
jamás hasta el extremo de no querer ver el punto vulne-
rable de lo que un hombre como yo se da a sí mismo
como verdad. Ese punto vulnerable, aunque no esté ne-
cesariamente situado en la línea que traza durante su
vida aquel que enseña, siempre lo veo aparecer más o
menos lejos sobre la prolongación de esa línea a través
de otros hombres. Cuanto mayor es el poder de aquel
hombre, tanto más limitado está por la inercia resultante
de la veneración que inspirará a unos y por la infatigable
actividad de otros, que recurrirán a los medios más tor-
tuosos para destruirlo. Al margen de estas dos causas de
degeneración, toda gran idea está quizás expuesta a gra-
ves alteraciones en cuanto se pone en contacto con la
) i 6 l (
masa humana, en la que es inducida a transar con
espíritus de dimensión completamente distinta de aquel
que le dio nacimiento. Lo atestigua suficientemente, en
los tiempos modernos, el descaro con que los más insig-
nes charlatanes y falsarios proclaman, sin más trámites,
inspirarse en los principios de Robespierrey Saint-Just; el
descuartizamiento de la doctrina hegeliana entre sus fer-
vorosos seguidores de derecha y de izquierda; las gigan-
tescas disensiones en el seno del marxismo; la pasmosa
confianza con que católicos y reaccionarios trabajan
para ubicar a Rimbaud en su sector. Más próxima a
nosotros, la Muerte de Freud basta para volver incierto el
porvenir de las ideas psicoanalíticas, con lo que una vez
más un ejemplar instrumento de liberación amenaza
convertirse en instrumento de opresión. Era previsible
que acecharan al surrealismo, después de veinte años de
existencia, los males que son el tributo pagado al favor
público, a la notoriedad. Las medidas tomadas para
preservar la integridad dentro de este movimiento — con-
sideradas por lo general como excesivamente severas —
no tomaron, sin embargo, imposible el testimonio falso y
rencoroso de un Aragón, ni la impostura de género pica-
resco del neo-falangista-mesa de noche Avida Dollars 3,2 .
El surrealismo está muy lejos, hoy, de poder justificar
todo lo que se emprende en su nombre, abierta o solapa-
damente, de las más lejanas “casas de té” de Tokio a las
desbordantes vitrinas de la Quinta Avenida, aunque el
Japón y Estados Unidos estén en guerra. Lo que se hace
en un determinado sentido se parece muy poco a lo que
se deseó hacer. Aun los hombres más destacados deben
resignarse a pasar, más que nimbados de luces, arras-
trando una larga polvareda.
o o o
) i 6 2 (
PROLEUUMfcMU»
En tanto que los hombres no hayan tomado conciencia
de su condición — no me refiero solamente a su condi-
ción social, sino a su condición misma de hombres, con
todo lo que tiene ésta de precario: lapso irrisorio si se
lo considera en relación con el campo de acción de la
especie, tal como el espíritu cree abarcarla; sumisión,
más o menos a escondidas de sí mismo, a pocos instintos
muy elementales; capacidad de pensar, sí, pero de una
categoría infinitamente sobrestimada; capacidad, por
otra parte, afectada por la rutina, que la sociedad cuida
de canalizar en direcciones predeterminadas sobre las
cuales pueda ejercer su vigilancia y, además, capacidad
que desfallece continuamente en cada hombre, y es
equilibrada continuamente por la capacidad, por lo
menos igual, de no pensar (por sí mismo) o de pensar
mal (solo o de preferencia en compañía de los otros) — ;
en tanto que los hombres se obstinen en mentirse a sí
mismos; en tanto que no distingan la parte sensible de
lo efímero y de lo eterno, de lo irrazonable y lo razonable
que los dominan, de lo único, celosamente preservado
en ellos, y de su expansión entusiasta en lo gregario; en
tanto que esté repartido para unos, en Occidente, el
deseo de arriesgar con la esperanza de mejorar, y para
otros, en Oriente, el cultivo de la indiferencia; en tanto
que los unos exploten a los otros sin siquiera obtener
con eso una satisfacción apreciable —el dinero está
entre ellos como un tirano en común cuyo cuello fuera
la mecha de una bomba — ; en tanto que no se sepa nada
y se aparente saberlo todo, con la Biblia en una mano y
Lenin en la otra; en tanto que los mirones lleguen a
suplantar a los videntes en el transcurso de la negra
noche; en tanto que... (no puedo decirlo ya que soy el
que menos pretende saberlo todo; pero hay todavía
muchos otros en tanto que, enumerables), no vale la
) 1 6 3 (
l*KULtljUMt«US
pena hablar, menos aún oponerse unos a otros, menos
aún amarse sin oponerse a todo lo que no es amor,
menos aún morir y — primavera a un lado, pienso siem-
pre en la juventud, en los árboles en flor , en todo esto
escandalosamente desacreditado, desacreditado por
los viejos — pienso en el magnífico azar de las calles, aún
las de Nueva York, y menos todavía vale la pena vivir.
Hay, pienso en esta hermosa fórmula optimista de reco-
nocimiento que se repite en los últimos poemas de
Apollinaire 33 : hay una maravillosa joven que en este
momento gira, toda sombreada por sus pestañas, alre-
dedor de las ruinas de grandes cajas de tiza en América
del Sur, y que con una simple mirada suspendería en
todos el sentido mismo de la beligerancia; hay los nati-
vos de nueva Guinea ubicados en las primeras butacas
de esta guerra (los nativos de Nueva Guinea, cuyo arte
siempre nos subyugó a algunos de nosotros mucho más
que el arte egipcio o el arte romano), absortos en el
espectáculo que les ofrece el cielo (perdonadlos, ellos
no cuentan más que con las trescientas especies de aves
del paraíso); parece que se satisfacen con eso, pues
apenas disponen de flechas de curare suficientes para
los blancos y los amarillos; hay nuevas sociedades secre-
tas que tratan de definirse en el transcurso de múltiples
conciliábulos a la hora del crepúsculo en los puertos:
hay un amigo, Aimé Cesaire, magnético y negro, quien,
rompiendo con todas las cantilenas — eluardianas y
otras — escribe, en la Martinica, los poemas que nece-
sitamos hoy. Hay también las cabezas de jefes que ape-
nas afloran de la tierra, y al no ver sino sus cabellos, las
gentes se preguntan cuál será la hierba que logrará
triunfar, la que dará buena cuenta del sempiterno “mie-
do de cambiar para que todo empiece de nuevo”. Esas
cabezas están comenzando a brotar en alguna parte del
mundo. Buscad con paciencia y sin cesar en todas las
direcciones. Nadie sabe con certeza quiénes son esos
jefes, de dónde vendrán, qué significan históricamente,
y sería demasiado hermoso que ellos mismos lo supie-
ran. Pero no pueden dejar de estar ya: en la tormenta
actual, frente a la gravedad sin precedentes de la crisis
social, religiosa y económica, constituiría un gran error
concebirlos como productos de un sistema que conoce-
mos a fondo. No cabe duda de que provienen de algún
horizonte conjeturable; con todo será necesario que
hagan suyos diversos programas conexos de reivindica-
ción que los partidos han considerado inaplicables has-
ta ahora, o se volverá a caer pronto en la barbarie. Es
indispensable que cese no sólo la explotación del hom-
bre por el hombre, sino también la explotación del
hombre por el pretendido “Dios”, de absurdo e irritante
recuerdo. Es indispensable que se revise de arriba aba-
jo, sin rastros de hipocresía y sin las habituales dilacio-
nes, el problema de las relaciones entre el hombre y la
mujer. Es indispensable que el hombre se pase, con
armas y bagajes, del lado del hombre. ¡Basta de debili-
dades, basta de puerilidad, basta de ideas de indignidad,
basta de letargos, basta de simplezas, basta de flores
sobre las tumbas, basta de instrucción cívica entre dos
clases de gimnasia, basta de tolerancia, basta de cule-
bras!
o o o
Los partidos: lo que está o lo que no está en la línea. ¿Y
qué si mi propia línea, muy sinuosa, lo admito, pero al
fin la mía, pasa por Heráclito, Abelardo, Eckhardt,
Retz, Rousseau, Swift, Sade, Lewis, Arnim, Lautréa-
mont, Engels, Jarry y algunos más? Con ellos me he
) 1 6 4 (
) 1 6 5 (
PROLEGOMENOS
construido un sistema de coordenadas para mi propio
uso, sistema que ha resistido a mi experiencia personal
y, por lo tanto, parece contener algunas de las posibili-
dades del mañana.
Pequeño intermedio profético
Están por llegar equilibristas con mallas guarnecidas con
lentejuelas de un color desconocido, único que hasta hoy
absorbe a la vez los rayos del sol y de la luna. Este color
se llamará libertad, y el cielo hará ondear todos sus
oriflamas azules y negros, pues se levantará un viento por
primera vez totalmente propicio, y los que allí estén com-
prenderán que acaban de hacerse a la vela, y que todos
los pretendidos viajes precedentes eran tan sólo un enga-
ño. Y se contemplará el pensamiento enajenado y las
atroces justas de nuestro tiempo con la misma mirada de
conmiseración y repugnancia del capitán del bergantín
Argus cuando recogía a los sobrevivientes de la Balsa del
Medusa* 4 . Y todos se asombrarán de examinar sin vértigo
los abismos superiores guardados por un dragón que,
mejor iluminado, aparecía formado sólo por cadenas.
Allí están los equilibristas, en Jo más alto. Arrojaron la
escala bien lejos, y ya nada los retiene. Avanzan hacia
nosotros sobre una alfombra oblicua más imponderable
que un rayo de luz aquellas que fueron las sibilas. Del
tallo que forman con sus vestiduras de color verde almen-
dra, desgarradas por los guijarros, y de sus cabellos en
desorden parte el gran rosetón resplandeciente que se
balancea sin peso, la flor al fin abierta de la verdadera
vida. Todos los móviles anteriores se toman de golpe
ridículos; el lugar está libre, idealmente libre. El pundo-
nor se desplaza con la velocidad de un cometa que des-
cribe simultáneamente estas dos líneas: la danza para
elegir al ser del sexo opuesto y el desfile frente a la galería
misteriosa de los recién llegados, a los que el hombre cree
que debe rendir cuentas después de su muerte. Fuera de
esto, no veo que tenga otros deberes. De la gavilla de
artificio se desprende una espiga que es preciso atrapar
al vuelo : es la oportunidad, es la aventura única que, con
toda seguridad, no ha estado escrita en lo profundo de
ningún libro, ni en las miradas de los viejos marinos que
ya sólo consideran el cierzo desde la costa. ¿Qué valor
tiene someterse a lo que no ha sido decretado por uno
mismo? Es preciso que el hombre se evada de esa ridicula
liza construida para él la pretendida realidad actual con
la perspectiva de una realidad futura que no es superior.
Cada minuto de plenitud contiene la negación de siglos
de historia claudicante y resquebrajada. Aquellos a quie-
nes corresponde hacer remolinear esos ocho flamígeros
por encima de nosotros sólo lo lograrán gracias al vigor
más puro.
Todos los sistemas en vigencia sólo pueden ser conside-
rados, razonablemente, como herramientas sobre el
banco de un carpintero. Ese carpintero eres tú. A no ser
que padezcas una locura furiosa no intentarás prescin-
dir de ninguna de esas herramientas en provecho de
otra; no preferirás, por ejemplo, la garlopa hasta el
extremo de declarar erróneo y criminal el uso del mar-
tillo. Sin embargo, eso es lo que acontece exactamente
toda vez que un sectario de tal o cual filiación se jacta
de explicar satisfactoriamente la revolución francesa o
la revolución rusa por el “odio al padre” (en el sentido
del soberano derrocado) y la obra de Mallarmé por las
“relaciones de clase” de su época. Sin ningún eclecticis-
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mo ha de poder recurrirse, en cada circunstancia, al
instrumento de conocimiento que se muestre el más
adecuado. Basta, por otra parte, que este planeta sufra
una brusca convulsión, como la que estamos presen-
ciando, para que se vuelva a plantear inevitablemente,
si no la necesidad, al menos la eficacia de los modos
electivos de conocimiento y de acción que atrajeron al
hombre durante el precedente período histórico. Para
comprobarlo me basta destacar la preocupación que se
ha adueñado separadamente de espíritus muy distintos
entre sí, pero que figuran entre los más lúcidos y audaces
de hoy — Bataille, Caillois, Duthuit, Masson, Mabille,
Leonora Carrington, Ernst, Etiemble, Péret, Calas, Sé-
ligmann, Hénein— , la preocupación, repito, por sumi-
nistrar una inmediata respuesta a la pregunta: ¿Qué
pensar del postulado “no hay sociedad sin un mito
social”, y hasta qué punto podemos escoger o adoptar y
también imponer un mito en relación con la sociedad
que estimamos deseable? Pero también podría señalar
que se ha ido manifestando en el curso de esta guerra
cierto retorno al estudio de la filosofía medieval, como
asimismo al de las ciencias “malditas” (con las cuales
siempre ha existido un contacto tácito mediante la poe-
sía “maldita”). Y debería mencionar finalmente la espe-
cie de ultimátum —aunque sólo sea en su fuero
interno — dirigido a su propio sistema racionalista por
muchos de aquellos que continúan militando en pro de
una transformación del mundo, haciendo depender esta
transformación únicamente del cambio radical de las
condiciones económicas: de acuerdo, tú me posees,
sistema, yo me he entregado a ti de cuerpo entero, pero
todavía no ha sucedido nada de lo que me habías pro-
metido. ¡Ten cuidado! Lo que me has hecho creer ine-
vitable, está tardando demasiado en ocurrir, y hasta
) 1 6 8 (
podría afirmarse, con un poco de insistencia, que está
ocurriendo lo contrario. Si esta guerra, con las múltiples
ocasiones de realizarte que te ofrece, llega a ser inútil ,
me veré obligado a admitir que hay en ti algo muy
presuntuoso, y quizá también algo dañado en tu misma
base que yo no podría seguir ignorando por más tiempo.
Lo mismo hacían — según dicen— los pobres mortales
de antaño, cuando se dedicaban a amonestar al diablo,
para que éste se resolviera finalmente a manifestarse.
Es evidente, por otra parte, que al cabo de veinte
años me veo en la obligación, como en la hora de mi
juventud, de pronunciarme en contra de todo confor-
mismo, y de aludir especialmente, al decir esto, a deter-
minado conformismo surrealista. Se exhiben hoy
demasiados cuadros en el mundo que les han costado
muy poco esfuerzo a los innumerables imitadores de
Chirico, Picasso, Ernst, Masson, Miró, Tanguy — maña-
na le tocará también el turno a Malta — . Esta observa-
ción está dedicada a quienes ignoran que sólo puede
existir una gran expedición en el dominio del arte cuan-
do se emprende con riesgo de la propia vida; que el
camino a seguir no está precisamente protegido por
parapetos, y que cada artista debe partir solo en busca
del Vellocino de oro.
Más que nunca, en 1942, los principios de oposición
deben ser fortalecidos. Todas las ideas que triunfan se
precipitan hacia su perdición. Es absolutamente nece-
sario convencer al hombre de que una vez logrado el
consenso sobre un asunto, la resistencia individual se
convierte en la única llave de la prisión; pero esta resis-
tencia tiene que ser informada y sutil. Yo me opondré
por instinto al voto unánime de cualquier asamblea que
no se proponga a sí misma oponerse al voto de una
asamblea más numerosa; pero impulsado por el mismo
) 1 6 9 (
instinto, daré mi voto a los que surjan con cualquier
programa nuevo que tienda a una mayor emancipación
del hombre y que no haya sufrido aún la prueba de los
hechos. Considerando el proceso histórico en el que la
verdad, que no es atrapada nunca, sólo aparece para
reírse a hurtadillas, yo prefiero pronunciarme por esa
minoría incesantemente renovada y que actúa como
palanca; mi mayor ambición sería dejar asegurada des-
pués de mí la transmisión ininterrumpida del sentido
teórico de esta minoría.
Regreso inesperado del padre duchesne 35
¡Siempre está de muy buen talante el padre Duchesne!
¡ Hacia cualquier lado que se vuelva, sea en lo físico como
en lo mental, las mofetas son las verdaderas reinas de la
calle! Esos señores uniformados con viejas mondaduras,
en las veredas de los cafés de París; el regreso triunfal de
los cisterciences y trapistas, a quienes había obligado a
tomar el tren con patadas en el trasero; las “colas”
alfabéticas al amanecer en los arrabales, con la esperan-
za de obtener cincuenta gramos de bofe de caballo y
aprontándose para volver al mediodía por dos batatas
— mientras que si tienes dinero puedes llenarte la panza
todos los días hasta reventar, sin menú fijo, en lo de
Lapérouse — ; la República llevada para ser fundida de
modo que tus mejores intenciones vuelvan simbólica-
mente a escupirte en la facha; todo esto ante los ojos que
se creen providenciales de un bigote congelado que, ade-
más, está a punto de pasar la mano, en la oscuridad,
sobre una corbata vomitada. Hay que convenir que todo
esto no está del todo mal Pero ¡caray!, marchará, mar-
chará, marchará siempre*. No sé si ustedes conocen ese
hermoso paño listado a tres centavos el metro y que hasta
) 1 7 0 (
PROLEGOMENOS
se obtiene gratis los días lluviosos, en el cual los sans-cu-
lottes envolvían sus órganos genitales con el estruendo
del mar. Esto ya no se usaba últimamente, pero ¡caray!,
ahora vuelve a ponerse de moda; y hasta llegará a usarse
bárbaramente; Dios está fabricando ahora hermanos
menores para nosotros; esto va a volver junto con el
estruendo del mar. Y voy a barrer para ti esta escoria
desde la Puerta de Saint-Ouen hasta la Puerta de Van-
ves 37 y te aseguro que esta vez no van a cortarme el
pescuezo en nombre del Ser Supremo, y que todo esto no
se hará de acuerdo con códigos estrictos, ya que han
llegado los tiempos en que hay que rehusar tragarse todos
esos libros de los carajos que te aconsejan quedarte en
casa y no hacer caso de tu hambre. Pero ¡caray!, qué
haces que no miras la calle: es bastante extraña y equí-
voca, y está bastante bien vigilada, ¡y, sin embargo, será
tuya, la estupenda calle!
o o o
Considerando que sin duda nunca le fue concedida al
hombre la universalidad de la inteligencia, y que ahora
ya no puede reclamar la universalidad del conocimien-
to, conviene ser extremadamente cautos frente a la
pretensión que pueda tener el hombre de genio de
decidir sobre cuestiones que rebasan su campo de in-
vestigación y escapan, por lo tanto, a su competencia.
Un gran matemático no manifiesta ninguna grandeza
especial en el acto de ponerse las pantuflas o enfrascar-
se en la lectura de su periódico. Le exigimos únicamente
que nos hable de matemáticas en el momento que co-
rresponde. No hay hombros humanos capaces de sopor-
tar la omnisciencia, de la que se quiso hacer un atributo
de “Dios”. En la medida en que el hombre se concebía
i tpvdi
) i 7 l (
PROLEGOMENOS
a “su imagen”, no se ha hecho más que inculcarle la
pretensión a esa omnisciencia. Es indispensable termi-
nar de una sola vez con estas dos chácharas. Nada de lo
establecido y decretado por el hombre puede conside-
rarse definitivo e intangible, y menos aún llegar a con-
vertirse en objeto de un culto si éste impone el
renunciamiento en favor de una preexistente voluntad
divinizada. Estas reservas no deben, por supuesto, cau-
sar perjuicios a las formas lúcidas de dependencia y de
estima voluntarias.
A este respecto, no habiendo nada ya que me impida
dejar vagabundear a mi espíritu sin temor a las acusa-
ciones de misticismo que no dejarán de prodigarme,
creo que no sería mala idea comenzar por convencer al
hombre de que no es, como presume, el rey de la crea-
ción. Esta idea me abre, al menos, algunas valiosas
perspectivas en el plano poético, lo que le confiere,
quiérase o no, cierta eficacia futura.
o o o
El pensamiento racionalista más agudo, más dueño de
sí mismo, más apto para superar todos los obstáculos en
el campo de su aplicación, me ha parecido siempre que
se acomodaba, fuera de este campo, a las más extrañas
complacencias. En este terreno mi sorpresa se condensa
siempre alrededor de una conversación en que tuve por
interlocutor a un espíritu de una envergadura y de un
vigor excepcionales 38 . Fue en Pátzcuaro, México. Siem-
pre me veré yendo y viniendo con él a lo largo de una
galería que daba a un patio con flores, de donde subían
desde veinte jaulas los gritos del pájaro burlón. La mano
nerviosa y fina que había dirigido algunos de los más
grandes acontecimientos de este tiempo se abandonaba
acariciando un perro que daba vueltas a nuestro alrede-
dor. Habló de los perros, y observé cómo su lenguaje se
hacía menos preciso, su pensamiento menos estricto
que de costumbre. Se dejó ir hasta confesar su amor por
el animal, adjudicándole una bondad natural; habló de
la abnegación de las bestias, como hace todo el mundo.
Intenté, entonces, representarle lo que hay de evidente-
mente arbitrario en atribuir a las bestias sentimientos
que no tienen sentido apreciable sino cuando se refieren
al hombre, ya que nos conduciría a considerar al mos-
quito como dotado de una crueldad consciente, y al
cangrejo como deliberadamente retrógrado. Era visible
que se fastidiaba en tener que seguirme por ese camino:
se aferraba a la idea — y esta debilidad es conmovedora
vista a la distancia, en razón de la suerte trágica con que
los hombres recompensaron su entrega total a la causa
del hombre — de que el perro sentía por él verdadera
amistad, en el más amplio sentido del término.
Todavía hoy persisto en sostener que esta visión antro-
pomórfica del mundo animal revela modos de pensar
de lamentable facilidad. No veo ningún inconveniente
en que, para ponerlo en evidencia, se abran las ventanas
que dan a los más grandiosos paisajes utópicos. Una
época como la que vivimos puede soportar todas las
partidas para viajes del tipo de los de Bergerac o Gulli-
ver, siempre que tengan por finalidad sembrar la des-
confianza hacia todos los modos convencionales de
pensar, cuya insuficiencia es por demás evidente. Toda
probabilidad de llegar a alguna parte, después de cier-
tos rodeos hasta por tierras más razonables que esta que
dejamos, no queda excluida en el viaje al cual invito hoy.
LOS GRANDES TRANSPARENTES
El hombre quizás no sea el centro, el punto de mira del
universo. Se puede llegar a pensar que existen por encima
de él, en la escala animal, seres cuya conducta resulta tan
extraña para el hombre como la suya puede serlo para la
efímera o la ballena. Nada se opone forzosamente a que
estos seres escapen por completo a su sistema de refer-
encia sensorial, gracias a un camouflage del tipo que se
quiera, pero que la teoría de la forma y el estudio de los
animales miméticos hacen perfectamente plausible. No
hay duda de que esta idea ofrece el más amplio campo
especulativo, aunque tienda a colocar al hombre, como
intérprete de su propio universo, en las mismas modestas
condiciones en que un niño concibe que está la hormiga
bajo tierra, cuando abre de un puntapié un hormiguero.
Considerando las perturbaciones que produce un ciclón,
frente a las cuales el hombre resulta impotente para
comportarse de otro modo que como testigo o víctima, o
las de la guerra, a propósito de ¡as cuales se han adelan-
tado puntos de vista notoriamente insuficientes, no sería
imposible — en el curso de una vasta obra que debería
estar presidida permanentemente por la inducción más
osada — aproximar hasta hacerlas verosímiles la estnic-
mray la constitución de tales seres hipotéticos, que se nos
manifiestan oscuramente cuando sentimos miedo o nos
domina el sentimiento del azar.
Me parece necesario hacer notar que no me alejo en
esto sensiblemente del enunciado de Novalis: “En reali-
dad vivimos en un animal del que somos los parásitos.
La constimción de este animal determina la nuestra y
viceversa ”. También estoy de acuerdo con el pensamiento
de William James: “¿Quién puede afirmar que en la
naturaleza no ocupamos, junto a seres cuya existencia no
) 1 7 4 (
PROLEGOMENOS
sospechamos, un lugar tan pequeño como los perros y
gatos que viven al lado nuestro?” No todos los sabios
refutan esta opinión: “Es probable que alrededor nuestro
circulen seres construidos según el mismo plan que no-
sotros, pero diferentes de los hombres; por ejemplo, seres
cuyas albúminas serían derechas”. Así habla Emile Du-
claux, antiguo director del Instituto Pasteur (1840-1904).
o o o
¿Se trata de un mito nuevo? ¿Habrá que convencer
a esos seres que provienen de un espejismo, o habrá que
darles la oportunidad de manifestarse?
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Notas del traductor
1 Arthur Cravan: poeta y boxeador, considerado uno de
los precursores del Movimiento Dada. Actuó en Parts desde 1909 a
1914. Publicó cuatro números de la revista de vanguardia Maintenant.
Desapareció en México en 1920.
2 Mathew Gregory Lewis (1775-1818): maestro de la no-
vela negra inglesa, autor de El Monje.
' Episodio de El Monje de Lewis. Basada en este episodio
existe una ópera de Gounod.
4 Referencia a la rué Fontaine (fuente) y al proverbio “de
esta agua no has de beber".
5 Moni de Piété, primer libro de poemas de Bretón apare-
cido en 1919 en las ediciones Au Sans Pareil.
Este fragmento está tomado de la introducción del libro
de Nerval Las hijas del fuego, publicado en París en 1854 y dedicado
a Alejandro Dumas. En esta introducción hace referencia a una nota
que Dumas escribió sobre Nerval — como epitafio espiritual, por
habérsele informado erróneamente que Nerval estaba internado por
loco — haciendo elogios de su desbordante fantasía.
7 Hace alusión al proverbio muy popular en Francia: ti ne
faut pas vendré la pean de I ’ours avant qu ’il soit pris (No vender la piel
del oso antes de cazarlo).
8 En el original francés Bretón dice: II jouera sur le velours
de tomes les défaillances. creando una imagen ambigua a partir del
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modismo francés: jouer sur le velours , que significa: jugar con las
ganancias.
9 U , partícula que precede a los verbos impersonales y no
significa nada. II pleut : llueve, ily a: hay; il faut: es necesario.
10 Les Champs Magnifiques, de André Bretón y Philippe
Soupault, primer libro de textos y poemas automáticos, fue publicado
en 1920 por las ediciones Au Sans Pareil.
11 Reunidas con el título de Poisson soluble (Pez soluble)
en las dos primeras ediciones del Primer manifiesto (1924, 1929).
12 Juego de palabras entre Sans Fil (telegrafía sin hilos) y
sans fils (sin hijos).
13 Al hablar de petits papiers, con el doble significado de
papelillos y papeles comprometedores, Artaud hace sin duda refer-
encia a los pequeños volantes con textos provocadores que solían
distribuir los surrealistas.
14 Periódicos mancistas.
15 Libro publicado por Bretón en 1928 en las ediciones de
la N. R. F.
16 Con posterioridad Masson entró a formar parte nueva-
mente del grupo surrealista.
57 Recuérdese que Soupault fue el compañero de la pri-
mera hora de Bretón, con quien publicó el primer ensayo de escritura
surrealista pura: Les Champs Magnifiques.
n Bifitr: revista literaria cuyo jefe de redacción y animador
era Georges Ribemont-Dessaignes (ex dadaísta y enemigo de Bre-
tón), que trató de atraerse a los poetas separados del surrealismo.
19 Les Veilleurs , inspirado en el poema de Las Iluminacio-
nes denominado Veillies (Vigilias).
20 Revista belga, dirigida por Franz Hellens y Henry M¡-
chaux que en 1925 publicó un número dedicado a Lautréamont.
21 Versión aproximada para el neologismo quelconqueries ,
título de un conjunto de poemas de Apollinaire.
22 Stances (1899), libro de poemas de Jean Moréas, hoy mere-
cidamente olvidado, pero que tuvo gran repercusión en su momento.
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El original francés: parties d’ichecs , juego de palabras
intraducibie en el que Bretón aprovecha el doble sentido de ajedrez
(juego al que se dedicó Duchamp) y fracasos.
24 Referencia a Rimbaud y a su ostracismo en Abisinia.
25
Coeur á barbe, que además de “corazón con barba”
significa “corazón aburrido", fue el nombre de una revista lanzada
por Tzara para oponerse a la liquidación de Dada propuesta por
Bretón. En el texto, Bretón parece referirse más bien al escándalo
provocado por él y sus amigos en la representación de Coeur á gaz,
obra teatral de Tzara estrenada en julio de 1923.
26 De nos oiseaux , publicado en 1923 por Editions Kra, con
dibujos de Arp.
27 Revista parasurrealista fundada en 1928 por René Dau-
mal y Gilbert-Lecomte, de la que aparecieron tres números.
28
Famosa frase tomada de la carta de Rimbaud a Paul
Demeny, fechada el 15 de mayo de 1871 y publicada por primera vez
por la Nouvelle Reine Frangaise en 1912.
" Final de la Alquimia del verbo , en Una temporada en el
infierno de Rimbaud.
30 Se refiere a uno de los pensamientos de Pascal, que fue
burlonamente mod if icado por Lautréamont en su texto Poesías, y que
Bretón cita a continuación en el suyo. En el pensamiento de Pascal
mencionado se lee: “No os asombréis si no razona bien en este
momento: una mosca zumba en sus oídos”.
31 Nombre que da Jarry a la escobilla para limpiar letrinas,
en la escena tercera del primer acto de Ubú Rey.
“Anagrama burlesco del nombre de Salvador Dalí, crea-
do por Bretón, y que llegó a popularizarse. La mención de las mesas
de noche alude a la frecuencia obsesiva con que esos elementos
aparecen en los cuadros del pintor catalán.
33 Hay (Ily a), título de un poema del libro Caligramas, de
Apollinaire, cuya intención imita Bretón en este largo párrafo. Con
ese título el editor Albert Messein publicó en 1925 un conjunto de
poemas y prosas de Apollinaire.
34 Naufragio del barco francés “Medusa” en 1816, triste-
mente célebre en su época por el salvajismo demostrado por algunos
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sobrevivientes, embarcados en una balsa, que llegaron a devorarse
entre ellos. Hay un famoso cuadro de Delacroix sobre el tema.
35 Le pére Duchesne-, personaje simbólico al que aún antes
de la revolución francesa se le atribuían las opiniones políticas del
pueblo. En 1790, Herbert lanzó con ese nombre un diariocélebre por
el cinismo y la libertad del lenguaje.
36 Qa ira: canción revolucionaria en la época de la revolu-
ción francesa.
37 O sea: de un extremo a otro de París.
38 Se refiere a Trotsfcy.
ÍNDICE
Prólogo de Aldo Pellegrini 7
Primer manifiesto del surrealismo (1924) 13
Segundo manifiesto del surrealismo (1930) 71
Prolegómenos a un tercer manifiesto del
surrealismo o no (1942) 159
Notas 177
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